ÍNDICE
·
Enamorada de la vida
·
Fin de una dura jornada
·
Homenajes
·
Presencia
·
"Como me gusta la Charito"
·
Esas vanas ilusiones
·
Misterio sin resolver
·
¡Misantropía o
sabiduría!
·
Mi Credo
·
Trocando máscaras
ENAMORADA DE LA VIDA
Enamorada de la vida, Luz
Valdivia nos deja a sus hijos, nietos y amigos, un legado de virtudes, un
magisterio y ejemplo de vida.
Desde siempre nos enseño que
el único camino entre la felicidad y el cumplimiento y merecimiento de ella,
está en la entrega al prójimo sin esperar nada a cambio. Los ángeles son como
ella, de carne y hueso.
Hoy, en su tránsito hacia la
eternidad, nos envía otro mensaje, quizá el más importante de su larga
existencia, que sea su compañero en las buenas y en las malas de toda la vida,
Guillermo Villanueva Zegarra, el continuador de su legado: Guillermo, pocos
hombres han tenido la responsabilidad de recibir herencia más sublime y más
digna. Que te reconforte en esta dura tarea que te espera, el amor infinito que
te tengo y el saber que ella no se ha ido, que regresara con nosotros hoy día
al hogar, a sus nietos y a todos aquellos que fuimos tocados por su bondad.
He sido testigo de las duras
pruebas que te ha tocado vivir, de tu vida inmaculada y digna, cuan pocos
hombres como tú que no se quiebran a la más dura adversidad.
Si hay un epitafio que
glorifica hoy día la memoria de nuestra amada Luz Valdivia, no ha de ser otro
que aquel que diga:
“Hoy descansa en el Paraíso
quien todo lo dio sin esperar nada”.
FIN DE UNA DURA JORNADA
Acabo de entregar a Tatiana 50 páginas
manuscritas del breve ensayo sobre Propercio y Quevedo que me ha llevado casi
dos meses de investigación. El tema, la vida de estos dos grandes hombres
unidos por un cordón umbilical indisoluble: el amor que va más allá de la
muerte. Es innegable que Quevedo para crear recurrió muchas veces, como lo han
hecho otros escritores, a un texto clásico.
Su memorable soneto Amor constante más allá de la muerte encuentra su hilo inicial en
la Elegía, I, 19 de sexto Propercio.
Polvo serán, más polvo enamorado, dice
el madrileño, Ut meus oblito pulvis amore
Vacet, canta Propercio. De este hecho me he ocupado todo este tiempo, y
regreso de ese viaje cargado de oro lírico, de una magnitud que fortalece mi
espíritu y eleva en algo mi alicaído ánimo. Termino agotado, postrado en mi
cama escuchando La Flauta Mágica de
mi amado Mozart. Tatiana ha estado escribiendo varios poemas que estaban en
manuscritos; Milagros está ausente y es ella quien ahora se ocupa de mi obra
con un dedicación que sobrepasa mi gratitud ¡Qué reconfortante es para mí
encontrar una amistad tan sincera y benévola!
HOMENAJES
Me
llega la carta de un promotor cultural en la cual se me informa que un grupo de
amigos vinculados al mundo de la literatura infantil proyectan hacerme un
reconocimiento público por mi obra infantil. Me invade una tristeza y una
amargura profunda al verme en situación tan incómoda, difícil y dolorosa. Los
años, las ingratitudes, las decepciones y las traiciones me han vuelto un misántropo,
pero eso no es lo sustantivo. Mi negativa es rotunda y no requiere reflexión
alguna: dar un verdadero relieve a un homenaje o reconocimiento a la obra de un
autor es imposible; la intimidad hace aflorar los verdaderos cariños, pero
cuando esta se ve invadida por la solemne teatralidad de una ceremonia pública,
el cariño, la amistad y los verdaderos sentimientos suelen verse contaminados
por las envidias y las maledicencias de algunos asistentes que creen merecer
ese homenaje más que la figura en la tribuna. De ahí que mi respuesta sea
rotunda y para ello repito las gloriosas y breves palabras de Cyrano en la obra
de Rostand: “No, gracias”.
Cuando
se le comunicó a Unamuno que el Rey de España, Alfonso XIII, a pesar de las críticas
que el escritor vasco había hecho en contra de él y de su señora madre en su
calidad de reina, dijo que no se oponía a tal distinción, siempre y cuando se
respetara su conciencia de escritor sin reservas ni ataduras.
Después de la ceremonia de condecoración a la
cual asistió don Miguel sin traje de etiqueta (se hizo con él una excepción),
el conde de Ramonones dijo al rey:
-
Majestad, don Miguel quiere agradecer la
merced que le habéis otorgado.
Y
miró a Unamuno, quien manifestó:
- Sí, quiero agradeceros,
Señor, la condecoración que me habéis otorgado y que he merecido.
Aquí
don Alfonso no pudo evitar una carcajada. Para luego decir:
-
Es curioso. Creo que todos aquellos que
en casos como este me han visitado para darme las gracias me han dicho que
estaban muy lejos de merecer el honor concedido.
A
lo que Unamuno, con gran aplomo, contestó:
-¡Y tenían razón, Señor!
PRESENCIA
Sobre
mi lecho, dormido,
veo
a mamá jugar con
las
palomas.
Suave
y cristalina, su mirada
azul
ventea en el celaje
de
la tarde.
En
tierra o hierba,
trisca
un picoteo
donde
granos se desgranan
en
mano blanquecina.
Mis
ojos, sorprendidos
en
ensueño por un ruido
en
la cocina,
ven
hurgar en la alacena
un
no sé qué
de
tantas veces.
Buscando
en las palabras
una
dulce despedida,
titubeamos.
Silencio
en el silencio,
nudo
en las palabras,
de
esperanza llena
asoma
la mañana.
En
esos días tristes
en
que los padres
beben
con sus hijos,
mamá
se ha ido.
Mi
corazón en sueños
repite
estas palabras,
y
sueño y sueño nuevamente
dejando
en ese día
una
ventana.
"COMO ME GUSTA LA CHARITO"
¿Cuando
escribí poesía por primera vez? Lo recuerdo claramente, tendría 8 años y fue
escrito para una muchachita pecosa, de mi edad. Era pelirroja y lucía en sus
cabellos esos engarces llamados cachitos.
Esas efélides sobre su cutis blanco le daban cierta dignidad que no hacía más
que aumentar mi joven amor por ella.
Le daba a la goma de mascar todo el día, eso me parecía, pues, cada vez que la
veía estaba inflando globos como loca; cuando estos estallaban en su cara,
recogía la goma con los dedos y la lengua con una impudicia que me hacia
sonrojar.
No
eran raras las ocasiones en mi madre tenía que soportar mis lamentos y
gimoteos, los cuales iban acompañados de un "mamá,
como me gusta la Charito". Así se llamaba mi torturante Warma Kuyay. Motivado por mi madre y por
mi tierno amor hacia Charito, escribí en un papel, "Cada vez que te veo, veo una rosa". Los ojos se le
bizquearon por un segundo. Sus ojos caramelo y sus pestañas tan rojas como su
cabello parecieron encenderse cuando con voz estentórea me grito, disgustada: "cara de rosa tendrás tu,
imbécil".
Esa
experiencia fue aterradora, casi traumática. No solo me alejaba de su amor
dividiéndonos como dos continentes entre un océano, sino que sepultaba mi
incipiente ego, haciéndome ver que escribiendo y comunicando mis sentimientos
era un fracaso. En vano la busqué, siempre se negaba a hablarme. El amor
acostumbra traer de convoyante a la tristeza; no hay Cantar de los Cantares sin un acerbo Eclesiastés.
A
veces la pecosa me enviaba a su empleada para que me largara, lo cual la
muchacha, provinciana, hacia con mucho placer. Esa semana fue terrible, no
dejaba de llorar; mi madre, sabia como siempre, me dio unas palabras de aliento
y de consuelo, "anda y explícale lo
que has querido decirle" y eso hice. No sé si la mocosa me entendió,
porque mientras yo me esforzaba por explicarle mi desdichado verso, ella seguía
dándole al chicle.
En
ese momento, por esa intuición tan característica en los niños, no sé porque
repare en que mi amada tenía un hermano tartamudo y otro cojitranco y medio
tarado.
Cuánto
tiempo duró esa ilusión no lo sé, han pasado cincuenta años de esto y, si bien
algunas imágenes se me muestran claras, otras en cambio se han ido perdiendo
con el transcurrir del tiempo. Me es grato muchas veces recordar mis años
primeros, y recorrer aunque sea con la memoria esos senderos agrietados por los
años, por los cuales no volveré.
ESAS VANAS ILUSIONES
He
leído miles de libros; los he leído con esa voracidad con que las termitas
trituran la madera. Siempre tuve la impresión de que leer era algo que la sociedad,
"el sistema", valoraba como
algo inconmensurable, ese envión que eleva al lector asiduo por encima de ese "algo" común y corriente, de
ese bípedo que puebla las ciudades sin saber por qué diablos esta en este
infeliz planeta con el tiempo fue descubriendo que esta forma de pensar tiene
la consistencia de una barra de mantequilla expuesta a un sol abrazador.
En
un país (SIC) como este, donde la idiotez se premia con una entrevista
televisiva y la indecencia con un interviú radial, la situación del intelectual
es la del estar expuesto a una lluvia torrencial de indiferencia, a un ninguneo
constante, a un silencio donde el grito de Munch no llegara jamás. Un hombre
que lee en este país es una pieza de colección en un museo de excentricidades,
un pedestal erigido en una plaza olvidada donde el gramalote y el moho han
hecho su paraíso. Un lector en el Perú es un parterre sin césped, flores ni
paseos; un adorno más en el árbol navideño; un pobre diablo provisto de un
hábito inútil.
En
un país donde cualquier patán unge de periodista, el cabeza hueca de
intelectual y el desorejado de chansonnier,
las peores destemplanzas contra el hombre sabio se pueden esperar. Perú madrastra de tus hijos, sentencio
el Inca Garcilazo.
MISTERIO SIN RESOLVER
Desde los cinco años cultivé, y durante un buen tiempo,
una especie de pasión infantil por las banderas. Recuerdo que en las
contratapas de diccionario Larousse
(por ese entonces no había tal proliferación de diccionarios como existen
ahora) habían un gran número de banderas de los diferentes países (tampoco en
ese entonces existían tantas naciones como
las hay, algunas tan absurdas con territorios y poblaciones exiguas). Me
encandilaban los colores, algunas con escudos o emblemas de lo más diverso. Como ya leía, me gustaba
memorizar el nombre de los países y ubicarlos en los mapas, sean de América,
Europa, África, etc.
Cierto día descubrí, con mucho asombro, una bandera negra
que tenía una calavera blanca y dos huesos cruzados. Que bandera más extraña, pensé.
Luego me entere que era una bandera que
distinguía a los piratas, aquellos bandidos que como Francis Drake o Henry John
Morgan se dedicaban a robar a otros sus pertenecías. Me fascino que esto se
llevara a cabo en el mar. ¿Quién podría evitar a estos malhechores en el vasto
océano?
Años después me entere que este Francis Drake desde 1570
(tenía entonces 27 años) se distinguió en acciones de piratería contra las
colonias españolas en América y que, en 1580, la reina Isabel I de Inglaterra
lo nombro caballero otorgándole el título de
Sir por sus “buenos oficios”.
Buena parte de los botines del ladrón debe haber
disfrutado la majestuosa Isabel. Su otro colega de hurtos Morgan, no obtuvo
dicho galardón a pesar de haber participado en diversas operaciones, nada
honestas, contra las posesiones
españolas en el Caribe, lo más que logro es que lo nombraran gobernador
suplente de Jamaica.
Retomando lo de las banderas, sentía una gran curiosidad
por saber que huesos del cuerpo humano habían sido los escogidos por esos
truhanes para adornar su calaverita. Nunca pude precisarlo. Años después,
descubrí claras alusiones a este hecho en la palabra escrita de dos ilustres
escritores peruanos: César Vallejo y Ciro Alegría.
En el poema XXIV
de España aparta de mí este Cáliz
del bardo peruano encontramos:
“¡Cuídate [España] de que,
antes de que cante el gallo, negarate tres veces,
y del que te negó,
después, tres veces!
¡Cuídate de las
calaveras sin tibias,
y de las tibias sin
las calaveras!”
Cuando creí que había aclarado el misterio, me topo con
algún artículo de Ciro Alegría, citado por Dora Varona en su libro “Ciro Alegría y su sombra” donde el
autor de “Los perros hambrientos”
lamentándose de la piratería que ha sufrido su libro “El mundo es ancho y
ajeno” por parte de la Editorial Diana de México, escribe: “... ¡se conseguirá garantizar realmente el derecho de autor o por lo
menos en América Latina! Desde hace muchos años cunde la piratería en los mares
publicitarios de América... los Morgan y los Drake de las letras de molde
tienen todavía, en nuestros países mayor éxito que el obtenido por sus
antepasados de bandera negra con calaveras y fémures cruzados. La diferencia
entre unos y otros no es la bandera y su aciago símbolo.
Está en que los de
ahora tiene asegurada la impunidad y hasta quienes los defienden y
celebran...”.
Como vemos, después de leer ambos textos el misterio en
mi todavía continua, a pesar de haber pasado más de cincuenta años de mi pueril
descubrimiento.
¡MISANTROPÍA O
SABIDURÍA!
La amistad y la familia son conceptos que la vida me han
enseñado a desdeñar. Crecí en un hogar sin padre; mi madre fue una buena mujer,
pero no le alcanzó con esa bondad para forjar una familia para que un niño
inquieto como yo, creciera en un contexto afectivo normal. Mi niñez y pubertad
me la hice a retazos, viviendo un tiempo aquí y un tiempo alla, como beduino.
Mi corazón con los años se fue llenando de cicatrices, todas ellas obtenidas
gratuitamente sin que haya hecho mérito alguno para recibirlas. Mis ideales se
fueron forjando en el crisol de mis lecturas y mis experiencias personales. Mi
religiosidad se fue debilitando hasta ceder ante mi agnosticismo. Debo confesar
también que desprecio al ser humano, hablo en términos generales (siempre uso
esta expresión para indicar que existen excepciones). El hombre es
despreciable, un ser maligno capaz de
matar y ultrajar a su propia prole; traiciona sin el menor
arrepentimiento, es avaricioso, egoísta, un ser que se metamorfosea,
alegóricamente hablando, en lobo, zorro, león, alimaña o hiena, todo
dependiendo de la ocasión que se le presente. Ya Dante definía en su Comedia a la naturaleza humana como una
transformación entomológica.
Si bien esta comparación está construida sobre su
alegoría, esconde en su esencia mucho de
razón: el hombre es gusano o larva en este mundo, crisálida en el otro y ser
completo o imago, una vez resucitada y transformada en inmortal su ya parecida
carne.
Virgilio se dirige a Dante en estos términos:
¡Oh soberbios
cristianos, desgraciados,
que enfermos de la
vista de la mente,
confiáis en los pasos
atrás dados,
¿no veis que somos
larvas solamente
hechas para formar la
mariposa
angélica, que a Dios
mira de frente?!
(Purgatorio. X 121 – 126).
Y agrega después el poeta latino como para reforzar lo
dicho:
¿De qué vuestra alma
muéstrase orgullosa, si como insectos sois que está mal hecho, cual gusano de
forma defectuosa?
(127- 129).
Ya San Agustín había dicho: “Pues ¿Qué son sino gusanos, todos los hombres nacidos de la carne? y
de los gusanos nace [Dios] ángeles”. (Evangelium
tractatus).
A veces dejo salir de mi ser racional a mi Hyde
Stevensoniano y pienso que si en mis manos estuviera, destruiría a todos los
seres humanos de este semidestruido y contaminado planeta (obra del hombre y de
su ambición). Odio en el hombre su hipocresía, la forma ponzoñosa con que su bestia se confabula con su animal
para delinquir; pero mi odio y mi desprecio es mayor por la chusma, por
esa canaille que sucumbe a las migajas que este contubernio
de diablos y ángeles malignos nos ofrecen para obtener ese apoyo de ánfora que
necesitan para saquear el erario público. El
hombre, hijo de Dios, expresiones santurronas de algún clérigo chupóptero,
de esos que andan por el mundo ofreciendo caridad, fe y esperanza a cambio de
unas monedas para comprar el cerdo para engrosar de grasa la panza y las pintas
de vino para mojar el gaznate.
MI CREDO
Para escribir necesito deberle a medio mundo; sentir las
garras del Banco llagándome las muñecas mientras se ajustan los grillos que me
tendrán, durante un año, sujeto a sus viles intereses. También a mi
empleador le debo mucho de mi
inspiración y mi entusiasmo: nada mejor que sus insaciables manos apretándome
el cuello, quitándome el aire, poco a poco, pero sin asfixiarme (me necesita
vivo para pagar las exquisiteces de su vida disipada y anodina).
Para escribir necesito vivir en un país donde la gente
cree que leer es un asunto de holgazanes, una cosa de tontos que no saben que
el dinero es la llave de la felicidad, puerta de entrada a una vida de
automóviles, buenos tragos, citas clandestinas, o una buena ocasión para
encontrarse con las amigas en el sauna o con los amigos en un bar, en esos que
nos dan estatus, cachet; porque en
este mundo el que no maneja tarjetas de crédito o no es un emprendedor hombre de negocios, no es más que un
pobre diablo, un paria deambulando por los abismos subterráneos del Infierno de
Dante.
Para escribir necesito estar convencido de que lo que
escribo lo van a leer algunos amigos caritativos, mi mujer (tan soñadora, bondadosa
y comprensiva), alguno que otro curioso, y yo.
Para escribir debo tener la convicción de que como
escritor no soy más que una pieza de museo empolvada por el tiempo, un hombre
con nostalgia que extraña las cuantiosas librerías de antes, aquellas que nos
dejaban ver libros tan increíbles y maravillosos como los que vio Don Quijote
en su biblioteca y que al decir de Cervantes “se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo
de claro en claro y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del
mucho leer se le secó el cerebro, de
manera que vino a perder el juicio”.
Para escribir, necesito motivarme sabiendo que lo que
escribo es una curiosidad que se toma y se deja como una baratija sin más ni
más, porque el conocimiento humanístico no fue más que una moda de unos cuantos
fanáticos herejes del Renacimiento, esos locos que creyeron que el hombre podía
suplantar a Dios, un Ser tan querido y estimado por los hombres contantes y sonantes.
Para sentirme estimulado a la hora de escribir necesito
ver reír a Milagros mientras ordena mis escritos y mis libros, con ese
entusiasmo juvenil que muchas veces, dentro de mi cambiante estado de ánimo, me
contagia y me hace ver que no escribo para el reconocimiento, para el aplauso
fugaz, para el halago que envanece y obnubila, sino para el futuro, para el mañana, para la eternidad;
para esa eternidad que confundida con la muerte me llevará algún día con ella,
pero con el convencimiento que detrás de mí, como huellas imborrables, como polvo
cósmico, como alga o duro coral, como mar que se evapora o cola de cometa,
quedarán las palabras que escribí entre la soledad, la angustia y la
desesperanza, donde este mundo absurdo y sin sentido, no será más que una
pesadilla de un Dios equivocado que deambula por el Universo como un loco
Quijote buscando la Cueva de Montesinos donde volver a comenzar una nueva
aventura.
Wolfsschanze, enero 09 de 2012.
TROCANDO MÁSCARAS
Ya no son las tradicionales máscaras de los carnavales
venecianos las que se lucen: Polichinela,
Colombina, Domino, Il dottore (con lentes y nariz larga), Meneghino (con una corbata de tiras
blancas), Malattia, (la peste) o la Brighella, han dado paso a otras que
parecen sacadas de un manual de desvalores: la Envidia, la Traición, la
Mentira, el Cinismo o la Delación, por nombrar sólo algunas de una lista
interminable que como una epidemia ha invadido la tierra que pisamos y hasta el
aire que respiramos.
En su “Elogio de
la locura”, Erasmo de Rotterdam dice que si a un actor se le quitara la
máscara nos quedaría su verdadero rostro y, por ende, se echaría a perder la
representación. “Si a un histrión que
representara una escena su papel se le ocurriera quitarse la máscara y mostrar
a los espectadores su natural y verdadero rostro, ¿no trastornaría toda la
comedia y se haría digno de que el público lo echara a pedradas del teatro como
a un loco? Con ello se cambiaria de pronto el orden de las cosas, porque se
descubriría que quien parecía mujer era un hombre; quien parecía joven era un
anciano; quien poco antes parecía rey, era de súbito un esclavo; el que parecía
un dios, era de repente un hombrecillo. Intentar deshacer estas apariencias es
perturbar toda la acción dramática.
Precisamente la
ficción y el engaño es lo que detiene los ojos de los espectadores. Ahora bien,
¿Qué otra cosa es la vida de los mortales sino una comedia cualquiera, en la
que unos y otros salen cubiertos con sus máscaras a representar sus respectivos
papeles, hasta que el director de escena les ordena retirarse de las tablas? (Elogio de la
locura, XXIX).
Bien, ahí tenemos a nuestros políticos, iniciando sus
campañas cada quien mejor enmascarado, frente al populacho que acude a las
concentraciones, casi siempre, recibiendo una limosna para que vocifere, grite
o chille el nombre del candidato de turno. Es así como, después de pasada la
euforia de las campañas y, ya instalados los enmascarados en el poder, vemos
con el tiempo aparecer las llagas y pústulas, el sarro y la piorrea que va
destilando su fetidez por donde los lleva el chancro del poder. Del presidente
honesto aparece el ladrón; del congresista leal a sus principios asoma el traidor; del ministro
inmaculado aflora un asaltante. Desprovistos de sus máscaras, la banda muestra
sus verdaderos rostros, rostros con los cuales jamás hubieran logrado sus
nefastos objetivos: hacen de la política un medio para llevar a cabo sus
delitos.
ADIEU AMOUR
“Fémina e cosa mobil per
natura. Ond’io so ben ch’un amoroso stato in cor di donna picciol tempo dura”
PETRARCA.
Adiós, mi amor,
te gritaré con la última lágrima que he guardado para este momento tan
especial, el de tu partida definitiva, para este Farewell que tengo atravesado
en la garganta como espina de perico.
Adiós mi amor,
my love, cara mía, ahora que con tus pantaloncitos quinceañeros se te ve más
culoncita que en los virginales años de tu adolescencia, más entalladita
con esos tus vestidos donde ocultas tus gambas celulíticas camino a los
cincuenta.
Siempre
guardaré, te lo prometo (aunque sabes bien que no siempre cumplo mis promesas)
para mis noches solitarias el recuerdo de tus calzoncitos violeta, de tus
minúsculas bragas de adolescente tierna.
Disfruto aún, lo
confieso, de tu trompita dibujada en el espejo cuando te encierras en el baño
interminables horas, cargada de cosméticos y polvos tarrajeros al son de tu
música de trova (y no sé entonces si te vas de viaje o vienes de una guerra).
Adiós, my dear,
adieu amour, como he de extrañar por siempre los arpegios de tus flatulencias
al alimón de los eructos de tus borracheras.
Adiós mi Sibila de Cumas, mi Penélope criolla, siempre perdonaré la
miopía de aquellos hombres que fugaban contigo en sus brazos creyéndome
Menelao.
Buscaré entre
mis libros las más bellas palabras de amor para lazártelas como flores con el
solo propósito de afinar tu voz aguardientosa y tu risa de aquelarre, para que
te vayas mi amor moviendo el culo y cantando tus salsas nocturnales.
Adiós, mi
cagoncita, auf wiedersehen mi bomboncito de tripa y fritanguita. De luto mi corazón resquebrajado se prosterna
sobre la tierra santa donde sepultaré tu amor con música de pedos.
RECUERDO DE JORGE
BACACORZO
El académico es un gran intelectual, un hombre que lee
mucho y de calidad, eso no se discute; lo que sí es discutible es la crítica
que ejerce, verbigracia, sobre la obra de un poeta cuando quien critica no lo
es. Me daría la impresión de estar escuchando a esos “eruditos” sacerdotes que gustan de dar charlas pre – matrimoniales
o consejos para hogares en conflictos, cuando ellos nunca han vivido con una
mujer y no tienen ni el más mínimo atisbo de lo que es la convivencia conyugal.
Se puede ser un gran académico, pero no necesariamente
crítico de poesía o de novela cuando no se ha transitado, con la práctica
aquellos senderos.
Lo mismo podemos decir de aquellos excelentes poetas que
no son muy aficionados a la lectura o, por lo menos, a la lectura que no tenga
que ver con la poesía, ejemplo: historia, antropología, ciencia, teología,
filosofía, etc. He conocido a muchos, grandes versificadores que ante un
auditorio pueden leer sus poemas, pero que les es difícil sostener una charla
intelectual por sus comprensibles limitaciones: son buenos poetas y pésimos
como lectores.
Vale decir que son pocos los poetas que leen
apropiadamente, muchos se parecen al gran Pablo Neruda que fue un gran poeta,
pero un pésimo lector de su poesía en voz alta.
Vale agregar también que César Calvo era un gran lector
de poesía en alta voz; cuando el flaco leía a Vallejo el auditorio vibraba.
Hay otros que son poetas y académicos a la vez.
Washington Delgado era uno de ellos. Hablar con el poeta de “Parque” y “Un mundo dividido” siempre resultaba enriquecedor por la vastedad
de temas que dominaba; en varias ocasiones compartimos largas horas hablando de
uno de sus temas favoritos: el teatro en la Edad de Oro.
Otro poeta y académico era Jorge Bacacorzo. Fumador
empedernido como yo, Jorge me obsequió horas interminables de humo, charla y
poesía. En su casa de C ornelio Borda
y después en Breña, en el Jirón Huaraz, y posteriormente en Varela 488, pasamos
momentos maravillosos con Jorge, quien gustaba que le leyera su poesía en voz
alta, lo cual hice siempre con gran deleite y honor. Hasta unos días antes de
su muerte este hecho se convirtió en un ritual.
Como Alberto Valcárcel, Jorge se negó siempre a ser un poeta de cofradías,
de argollas, de congresos para poetas cojudos, de esos eventos en que se habla
de cualquier cosa menos de poesía, donde los bardos se dedican a clavarse
puñales, a hablar uno del otro o, en algunos casos, a “lanzarse flores” mutuamente.
Una de las pocas veces, en que obligado por las
circunstancias tuve que asistir a un Congreso
de Literatura Infantil en Ica, se me programó para dar a una Conferencia Magistral. El tema que elegí
fue “Importancia de Perrault y Andersen
en los primeros años del niño”. Me llevó dos meses preparar la conferencia
y releer las obras de ambos autores. El día del evento me dieron cinco minutos
para mi conferencia. Mandé a la mierda a los organizadores y
me regresé a Lima.
A estos congresos también asisten improvisados, los
seudopoetas, los figuretis, los monos y toda una fauna de gamberros metidos en
cuestiones poéticas.
Cuando le conté a Jorge Bacacorzo, una noche mientras
bebíamos un café en “El Patio” de la
avenida Alfonso Ugarte, lo que me había ocurrido, se desternilló de risa. Para
consolarme por el fiasco sufrido, me contó que dando un recital en la
Universidad Agraria, el rector le preguntó en tono muy serio: ¿A qué hora empieza la tontería?
Tengo al lado de mi cama “Azul Antiguo”, a mi entender, uno de los más logrados libros de
Jorge. El libro es una joya para cualquier amante de los libros, pertenece a la
Colección El Timonel, a cargo de
Francisco Bendezú, y fue editado en Lima en 1961. El libro reúne poemas de
Bacacorzo fechados entre 1953 y 1954. El pequeño libro lleva una viñeta de
Fernando de Szyszlo y tuvo un tiraje de 300 ejemplares. Quiero recordar a Jorge
esta noche releyendo estos dos poemas de “Azul
Antiguo”:
Sólo yo de verdad te miraba
y sabía que huías del tiempo
que eras triste y sola
y que con el rocío llorabas
tu juventud arrugada y remota.
Sólo yo te miraba
y sabía que eras la ceniza de una
niña antigua
buscando en la fiesta
un cuerpo que te salvara de la
voz de la tierra.
Eras alta dulce y leve
pero sólo yo sabía que eras triste
como una despedida.
O este otro que le gustaba tanto a Paco Bendezú, siempre creí
y creo ahora que escribo esta remembranza que algo de su Mercedes había en
estos versos:
Tenías
doce años
y
hacía mucho tiempo
que
sentada al sol
o
junto al fuego
mustia
y callada
te
veías morir.
Tenías
doce años
eras
buena y callada
y
como estabas siempre
a
punto de partir
te
asustaba la lluvia
y
el responso del búho
o
que alguien te dijera
“hasta
mañana”.
Tenías
doce años
eras
pálida y seca
como
una figura de miga
pero
tu mirada era dulce
y
me llamabas hermano.
Tenías
doce años
eras
buena y callada
te
daba miedo decir:
“mañana”
y
te llamabas Aurora.
Tal
vez por eso no llegaste
al
mediodía.
RECUERDO DE ALBERTO
VALCÁRCEL
Me tuvo ganado a su amistad desde que lo conocí. Hombre
sabio y calmo, jamás hizo alarde de sapiencia. No conocí palabra suya que no
tuviera el aval de su propia conducta. Muchos quienes lo leyeron
subrepticiamente y disfrutaron de su poesía trataron de soslayarlo, como si el
sol pudiera desaparecer cubriendo nuestros ojos con anteojeras. Actitud
mezquina que da firme base al amargo decir de Nietzsche: “Mis discípulos son los que me niegan”. Alberto pudo agregarle como
apostilla: y los que no podrán olvidarme.
MAMÁ Y SUS CUENTOS
Mamá
me contaba un gran número de cuentos. Las narraciones se sucedían unas tras
otras, como piedras que se desmoronaban desde lo alto de una montaña, sin
cesuras, sin hemistiquios que cortara el encantamiento, el arrobo mágico de esa
voz venida de otros mundos, de otros tiempos. Los que más gracia me causaban
eran aquellos de gnomos, silfos, endriagos y viejas brujas, bailando en
aquelarre un jarabe de letanías y sortilegios en torno a un chivo
cultiparlante, que alguna veces terminaba aderezando la sopa de un fogón
humeante. Recuerdo que mamá golpeaba el piso con los pies: era la señal para
cerrar los ojos; entonces se escuchaba
el silbar del viento, el galope de un caballo, el crujir de una vieja puerta,
el roznar de una mula, el ulular de un búho, y tantas onomatopeyas inolvidables
que aún, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo con gran emoción.
A
pesar de mi tierna edad, nunca me detuve en detalles, si el cuento me embrujaba
me dejaba llevar por ese torrente de imaginación sin tratar de encontrarle
lógica, hubiera sido estúpido romper el sortilegio y librarme de la
fascinación. Si nos encontramos frente a un mago no debemos privarlo de sus
poderes sobrenaturales ni salirnos de su entorno, sino solazarnos en él y
obtener la mayor cuota de felicidad a base de nuestro propio y voluntario
engaño.
Cuando
los días están hechos de gris y plomo y el mundo me inspira asco, presto alas a
los personajes de los cuentos de mi madre y, como viajando sobre un diablo
cojuelo, me elevo más allá de los tejados, porque todo me parece válido cuando
se trata de huir del aroma fétido en el que se mueven la mayoría de los
hombres.
Mágicos
los labios de mi madre para reproducir tan fantásticos sonidos.
CAMBIO DE IDENTIDADES
La lectura de los buenos libros en los primeros años de
mi pubertad, desde Homero a Shakespeare, desde Goethe hasta Tolstoi, remecieron
mi espíritu haciéndome contemplar el mundo desde diferentes aristas. Mi inquietud
por conocer se alimentaba así del pensamiento y experiencias de aquellos
hombres que habían dedicado casi toda su vida a examinar el mundo que los
rodeaba y a reflexionar sobre él, a volverse sobre sí mismos y a interrogarse
sobre cuestiones existenciales que ha perturbado e inquietado al hombre desde
épocas primigenias.
Me di cuenta también que no se trataba de leer libro tras
libro como quien pasa las páginas de un periódico. Los libros requerían otro
tratamiento, dedicación, estudio, reflexión, meditación, en otras palabras, una
entrega incondicional del lector en esa aventura maravillosa que es el leer.
Luego que terminaba un libro, mi pensamiento, como
cabalgando en un pegaso, se dejaba llevar por la naturaleza y era capaz hasta
de sentir el paso del tiempo a mí alrededor; las plantas y las flores, la
hierba y los árboles asumían una trascendencia tal, que los colores y los
aromas permanecían en mi mente durante varios días.
Recuerdo con precisión de reloj suizo, la fantástica
impresión que me causó “La Iliada” de Homero, sobre todo aquel pasaje donde una
desconsolada Andrómaca llora la muerte de su amado Héctor. Versos inolvidables
que quisiera recordar en este momento como tratando de revivir la emoción
sentida hace ya tantos años...
Héctor,
¡ay, infeliz de mí! ¿Bajo qué aciago astro nacimos, tú en Troya, en el palacio
de Príamo y yo en Tebas, al pie del silvestre Placo, en el palacio de Eetión,
donde mi padre me crió para hacerme heredera de todos sus pesares? Ojalá no me
hubiese engendrado, porque tú, esposo amadísimo, desciendes a la morada del
Orco, en el seno de la tierra, y me dejas a mí viuda y presa del más angustioso
desconsuelo. ¿Qué va a ser del querido hijo que hemos engendrado, al que
abandonas en tan tierna edad y cuando más necesitado estaba de tu ayuda? ¡Ay,
que ya no podrás ayudarle, porque estás muerto!
Tampoco
él podrá ser amparo de tu vejez. Y aunque escapase de todos los peligros de
esta guerra feroz, la vida ya no será para él más que cadena de amarguras y
pesares. Los demás se apoderarán de lo que a él le pertenece, porque el día en
que un niño se queda huérfano pierde todos los amigos y no conserva más
compañeros que los pesares y las lágrimas.
Ya
no se podrá presentar en público más que con la cabeza baja, y se verá forzado
a ir de puerta en puerta en busca de los amigos de su padre, sin que apenas se
dignen escucharle. Pero si alguno se apiadase de su indigencia, le socorrerá
tan pobremente y con tan tarda mano, que no aliviará apenas sus necesidades.
Hasta los niños que tengan padre le arrojarán de su lado, increpándole,
pegándole con palabras injuriosas: vete en mal hora, que tu padre no asiste a
nuestros festines. Así volverá todos los días mi hijo, con el rostro bañado en
lágrimas a acrecer mis desdichas. ¡Qué cambio para mi amadísimo Astianacte, que
en otro tiempo sólo comía sentado en las rodillas de su padre con todo mimo y
rodeado de atenciones, y que luego, cansado de jugar, se entregaba al sueño y
se dormía dulcemente con el corazón lleno de gozo en los brazos de su nodriza o
en cunita. Pero ahora que ha muerto tu padre, mucho será lo que tengas que
sufrir, hijo mío. ¡Oh Astianacte, llamado así por los troyanos porque tan sólo
tu padre defendía las puertas y los altos muros de la ciudad! Y tú, esposo
amadísimo, cuando te hayan despedazado los perros, los inquietos gusanos se
comerán tu cuerpo hermoso al pie de las corvas naves; mientras, en nuestro
palacio se amontonan las ricas vestiduras bordadas con primor por las esclavas.
Pues bien, las arrojaré todas al ardiente fuego, aunque sea ofrenda vana, mi
amadísimo Héctor, ya que tu hermoso cuerpo no yacerá sobre ellas y cubrirán
ellas solas con su riqueza la ardiente pira. Pero será al menos un honor que
podré ofrecerte ante los troyanos.
Debo confesar, con cierto rubor, que durante algún tiempo
me gustaba ostentar ante las muchachas el nombre del hijo de Príamo. Tenía
trece años en ese entonces.
-
¿Cómo te llamas?, me
preguntaba una chiquilla.
-
Héctor, respondía yo,
secamente, con la frente en alto y la mirada erguida.
Sí, Héctor, el domador de caballos, el vencedor de
Patroclo, el hijo predilecto y adorado de una Troya guerrera y señera.
No era la primera vez que asumía una falsa identidad, ya
lo había hecho con Alexander Graham Bell, después de leer una biografía de él
(fue entre los ocho y los nueve años), el nombre de Alexander me gustó no sólo
por la euforia, sino porque era llevar sobre mí el nombre de tan prestigioso
hombre de ciencia.
Lo cierto es que mi nuevo nombre marchó por buen camino
hasta el día en que una muchacha de cabellos rojizos, amiga de una compañera de
escuela, vino a buscarme para que le prestara un libro.
-
Está Héctor, preguntó
la pelirroja.
Mi madre, me contó después la muchacha, quedó confundida,
con la mirada oscilante entre la casa y aquel rostro pecoso de ojos
acaramelados.
-
Buscan a Héctor, me
dijo mi madre sin ningún tono de extrañeza ni reproche.
Ella también, como el Héctor de “La Iliada”, sabía de
fidelidades y grandezas.
SOBRE RELIGIONES
Formado en un hogar católico, fui con el tiempo perdiendo
el camino hacia el Gólgota. La ortodoxia del catolicismo con sus desmanes y
fanatismo, sumado a mi cada vez más creciente iconoclasia, me llevaron por
diferentes senderos; en algún momento me encandiló el budismo, después las
lecturas nocturnas de “Bhagavadgita”
me cautivaron sin llegar a posesionarse de mi alma que iba dejando atrás mi
pubertad, hasta caer en las redes del protestantismo: mis lecturas, aún
superficiales de Erasmo, Lutero y Calvino me resultaron fascinantes. Lo poco
que conocía del “Corán” y de Mahoma
me olía al fanatismo que ha envuelto siempre al Catolicismo: la piel de Cordero
bajo un lobo que no se sacia. Llegado a la “edad madura”, me siento cómodo en
las filas del agnosticismo. Dios está ahí, esperando a quienes necesiten de él.
Yo prefiero transitar por otros senderos.
REALIDAD Y FICCIÓN
En la infancia, ya entrando a la niñez, descubrí que la
realidad, para hacer llevadera la vida, era incompleta. Poco a poco, a través
de los juegos, tan llenos de ficción, descubrí que ésta era el complemento que
la realidad necesitaba para hacer la vida más complete, más placentera, más
visible. La lectura estimulaba mi imaginación, me aprendía pasajes enteros de
Salgan, de London de Dickens. Uno de los libros que más me impresionó a los
nueve años fue “David Copperfield”;
las maldades de Uriah Heep me hicieron ver a muchos Heep a mí alrededor, pero
también estaba Clara Pegotty, aquella alma de Dios que tanto se parecía a mi
madre.
ESE MÁGICO MUNDO
PEQUEÑO
La lectura de “Los
viajes de Gulliver” de Jonathan Swift, me abrió el camino hacia un mágico
mundo pequeño que no sólo alegró mi niñez, siempre tan carente de afecto del
mundo “exterior”, sino que me acercó
a la naturaleza y aguzó mi reflexión y observación. Ese encuentro
extraordinario de Lemuel Gulliver, médico en un buque mercante, con los
minúsculos habitantes de la isla de Lilliput, fue una experiencia
extraordinaria para un niño de ocho años como yo, que siempre andaba a la “caza” de algo nuevo que le algún
sentido a la vida. Como dato curioso, está el hecho de que Swift no soportaba
la proximidad de los niños, y, en este libro, que es una sátira contra la
humanidad, terminó siendo un clásico para el entretenimiento de los pequeños.
Lo cierto es que después de la lectura de estos
fascinantes viajes, descubrí que yo también podía tener mi Lilliput; y que este
orbe fantástico estaba a mi alcance: los jardines. Me encantaba introducirme en
ellos y descubrir todo ese mundo de variadas plantas con sus tallos, sus hojas
tan disimiles, sus flores tan variadas, coloridas y aromáticas. También me
deleitaba ese minúsculo mundo de seres vivientes donde las laboriosas hormigas
parecían gobernar, con su acérrimo orden y disciplina, todo el entorno.
Caracoles, orugas, lombrices, arañas, grillos y
cochinillas pasaban por mi escrutadora mirada. Descubrí que cuando la gente
habla de los jardines sólo piensa en la superficie de la copiosa hierba. No
observan ese mundo minúsculo donde todo es un constante asombre, toda una gama
de vida en constante movimiento.
Ese pequeño mundo prolífico tenía su geografía y
topografía propia, con montañas, ríos, valles, lagunas, arroyos tan grandes
como el grosor de una manguera de uso doméstico.
En ese cosmos escondido a los ojos de la gente común yo
podía convertirme en un audaz investigador, en un avezado explorador, en un
tenaz conquistador. Ante el primer trozo de tierra húmeda que sacaba con sumo
cuidado aparecían las lombrices como peligrosas serpientes que retorcían sus larguiruchos
cuerpos como tratando de huir de un peligro inminente. Las hormigas, ordenadas
en largas hileras de doble sentido se sentían atacadas ante el primer
movimiento extraño de una ramita manipulada hábilmente por mi mano.
Los caracoles se refugiaban en sus conchas cuando mi dedo
hurgaba sus húmedos cuerpos. Todo ese mundo de perfección y belleza me hizo
pasar momentos inolvidables de solaz y aprendizaje.
LA VERDAD EN LOS
LABIOS DE UN NIÑO
Pienso que mi infancia transcurrió entre sonidos, olores,
imágenes, colores y mucha fantasía. Visto con los ojos del presente, creo que
hay un momento en esta etapa en que una puerta se abre y vemos entrar a los
adultos con sus afectos y sus flaquezas, con sus bondades y sus mezquindades.
Creo haber tenido el olfato de poder separar el trigo de las mieses: esta criba
fue vital en mi desarrollo. Aprendí que las cosas dulces en la vida superan
largamente a las amargas cuando se tiene el tacto agudo y el paso firme para
transitar los terrenos escabrosos, y que éstos no se recorren a las volandas,
sino con pasos calculados y lentos.
En la escuela de mis primeros años, sólo dedicaba tiempo
a lo que me gustaba: a todas aquellas materias que estuvieran relacionadas con
la lectura, verbigracia, la historia, la religión, la literatura, las
biografías, etc.
Las matemáticas con sus sumas, sus restas y sus
divisiones me importaban muy poco. Los juegos con otros niños, rondas, pegas,
escondidas o la pelota me parecían cosas insulsas; prefería conversar con las
niñas. Me atraían sus largos cabellos con sus bucles, colas, trenzas o “cachitos”; también los lazos
multicolores con que sus madres las engalanaban. Y qué decir de sus ingenuas
miradas y sus vestidos, floreados o a rayas.
Esa etapa, creo, es la época de mis primeros “enamoramientos”.
Recuerdo a una muchachita llamada Ilse, tenía el cabello
muy castaño y unos ojos de ratón, almendrados y vivaces; era muy blanca y
delgaducha.
Rara vez sonreía, siempre buscaba sentarme al lado de
ella. A veces un gordo mofletudo llamado Antonio me ganaba la partida y me
privaba de ese privilegiado lugar. Era un muchacho antipático y llorón, lloraba
por cualquier motivo, porque le sacaron la lengua, porque le dijeron chanchito,
es decir, por cualquier chanza chiquillera. Cuando soltaba el moco se ponía
rojo como un tomate, sólo una galleta o un dulce detenía aquel torrente
plañidero.
Un día un muchacho flaco y alto llamado Jaime le dijo, que
tenía cara de “huevo sin cáscara”. A
mí me pareció de lo más gracioso, un niño de cuatro años, con el pensamiento
cubierto por una pátina de ingenuidad, esas bromas son sumamente divertidas. Lo
cierto es que el gordito se puso a llorar como si le hubieran arrancado un
dedo. El muchacho alto y delgado fue enviado a un rincón y el gordo me sacó la
lengua varias veces por haberme reído.
Desde el rincón Jaime hacia muecas y morisquetas a todo
el que lo miraba. Como tenía cara de estúpido sus cucamonas se hacían más
graciosas. Fue una hermosa época vivida en esa escuelita. Se llamaba Virgen de
la Candelaria y funcionaba en una casa de dos pisos. El colegio sólo ocupaba
parte del primero. Creo que habían dos salones, no estoy muy seguro, en vano no
han pasado más de cincuenta años. Pienso que debe ser así porque habían dos
profesoras que eran hermanas: Gloria, que hacía las veces de Directora, e
Isabel. Se apellidaban Ochoa, de eso estoy segurísimo. Esta última fue también
una de mis “emociones primeras”. ¿De
dónde tanta precocidad para esos lances? Sin duda lo heredé de mis padres.
DURO OFICIO
Trabajo desde hace seis meses en mi monografía sobre el
heresiarca español Miguel de Servet, espero terminarla en febrero.
Los cuantiosos libros que he tenido que revisar me han
agotado, pero me siento fortalecido intelectualmente. Servet tenía mucho de
místico, es decir, su alma había renunciado a sí misma, había logrado
abstraerse de las cosas mundanas y mediante una contemplación absorta de la
divinidad, logró entrar en una aprehensión espiritual de las verdades divinas
que se hallaban más allá de su entendimiento. La Iglesia Católica siempre se ha
mostrado vacilante y contradictoria respecto a los místicos.
El misticismo no es propio solo del cristianismo, lo
podemos hallar en casi todas las religiones, con mayor ahínco en el hinduismo.
Para los místicos cristianos, la virtud principal es el amor.
Para la Iglesia Católica, a través de su tristemente
célebre Inquisición, el delito inconsciente que cometían los místicos, era
precisamente prescindir de la Iglesia.
Si los místicos tenían la comunicación directa con la
divinidad, ¿para qué les iba a interesar una meditación humana? De ahí que en
aquellos siglos de barbarie, con una Iglesia Católica fanática e intolerante,
todo místico era sospechoso de heterodoxia. Muchos místicos, como Fray Luis de
León o San Juan, tuvieron que enfrentar a los esbirros y sicarios del Santo
Oficio. ¿Y todo por qué? Por tener opiniones independientes, conocer a fondo la
doctrina y ser antagonistas de primer nivel en cualquier enfrentamiento
teológico. Servet pertenecía a esta estirpe de hombres corajudos y talentosos
que no inclinaron la cerviz, ni doblaron las goznes, ni tuvieron una actitud
genuflexa ante el poder absoluto y arbitrario de la Iglesia.
En el Perú, conocido es el caso de Pedro Peralta y
Barnuevo, célebre poliglota y erudito que, a despecho de amagos de la gota y de
achaques pasajeros, se acercó al octavo decenio de su vida en plena lozanía
intelectual, como un coloso invencible, sin que el peso de la edad se dejará
sentir y menguara su inaudita capacidad de trabajo.
Su ardiente religiosidad lo llevó a acometer una obra que
sería la expresión ostensible de ésta: en 1738 publicó “Pasión y Triunfo de Cristo”, libro piadoso, dividido en diez
oraciones o meditaciones, sobre sendos pasos o escenas de los últimos momentos
de la vida del Salvador. La serie se abría con una Consideración de Nuestro
Señor en la oración en el huerto y se cerraba con la correspondiente a la
Ascensión. Lo sorprendente de estas reflexiones devotas es que, como
consecuencia de su lenguaje retorcido, entre culterano y retórico, el Santo
Oficio creyó descubrir expresiones poco ajustadas a la ortodoxia. Peralta tuvo
que aclarar sin tardanza el sentido verdadero del piélago de metáforas,
agudezas e hipérboles que formaban aquel libro suyo, a fin de aquietar a los
Inquisidores.
La muerte, el 30 de abril de 1743, lo salvó de conocer la
decisión del Santo Oficio que lo venía juzgando por algunas opiniones que a los
inquisidores les parecían demasiado heterodoxas. De nada le valió a Peralta ser
amigo cercano del propio virrey.
Para estudiar a Servet y poder entender la vorágine de
mezquindades e intereses en las que se vio envuelto, he tenido que sumergirme
en una serie de libros que sobre la Inquisición se han publicado. Unas,
verdaderas apologías a aquella malsana institución que torturó, asesino y quemó
vivos a un sinnúmero de inocentes en nombre de una religión que tiene más de
inhumano que de humanidad. Uno de esos libros es el del historiador mejicano
Alfonso Junco, abogado de la Inquisición colonial, siempre dispuesto a
justificar sus crímenes. En “Inquisición
sobre la Inquisición”. Méjico, 1956, Junco se esfuerza por convencer a sus
lectores de que el “Santo” tribunal
actuó en las colonias guiándose por móviles nobles; que aplicó las torturas de
manera “humana”, “respeto” a sus víctimas, reflejó los intereses “democráticos”, significó un paso
adelante en la jurisprudencia, protegió la cultura, etc. Naturalmente, Alfonso
Junco no se toma la molestia de presentar pruebas que confirmen sus asertos
(porque no las tiene). Dice, con toda flema, que ensalza la Inquisición en
interés de la verdad histórica.
Con el mismo cinismo descarado justifica a la Inquisición
colonial el jesuita Mariano Cuevas en su “Historia
de la Iglesia en México” (1946).
Declara Cuevas que la Inquisición fue encomendada a las
colonias españolas por la “providencia
divina” y era una institución “renovadora
sagrada”, el jesuita Cuevas lamenta que sobre Nueva España se extendiera la
mano amenazadora e implacable de la Inquisición, empuñando una espada enfilada
contra el pueblo. Pero agrega en seguida que, debido a la perversión general
del género humano, hay en el pueblo algunos individuos dañinos que no
actúan en nombre del amor y de nobles
ideales sino bajo la amenaza del fuego y la espada, cuyo empleo es por tanto
necesario y muy deseable para que siga existiendo la sociedad. “Hacen el tonto los que atacan al tribunal
de la Inquisición, a cuyas acciones justas la sociedad debe, en medida
considerable, los mejores años de su vida social y religiosa”, dice Cuevas
en su libro.
FIN DE VIAJE
Amé a mi madre, como es natural, pero temprano
comprendimos que el destino nos llevaba por caminos distintos, y que estos nos
iban distanciando a medida que me iba compenetrando con la vida.
EL PLACER DE RELEER
Desde muy joven me llamaron fuertemente tres disciplinas
del saber: la filosofía, la sociología y la antropología. Creo que el origen de
este descubrimiento está en el hecho de que no me conformaba con saber por qué
determinado escritor había escrito tal o cual libro, sino que una inquietud
lacerante me llevaba a interrogarme que lo había llevado a escribirlo. Lo mismo
me sucedía con la historia. No era suficiente saber que Alejandro había
conquistado a corta edad casi toda Europa y Asia o que Napoleón había hecho lo
mismo con el viejo continente siglos después, o que Hitler, ese oscuro cabo de
la Primera Guerra Mundial, había ocasionado otra; me urgía determinar qué
factores de índole social, filosófico y/o antropológico guiaron y allanaron sus
acciones.
Aún hoy, en los Diálogos
de Platón o en el Diario de Amiel, en
los textos de Lombroso o Max Weber, o en los de Lévi – Strauss o Malinowski,
recojo frutos que no había percibido en mis lecturas de juventud. El tiempo
aguza la razón y pensamiento, ese es uno de los más bellos placeres intelectuales
de la vida.
GABRIELLA MISTRAL EN MI INFANCIA
Recuerdo con precisión los comics de Editorial Novaro
que vendían en los pocos puestos de periódicos en la Lima de finales de los 50
y comienzos del 60.
Los que más me deleitaban eran los que llevaban por
títulos “Vidas ilustres” o “Vidas célebres”. Allí me enteré de
Graham Bell y su genial invento. Frisaba los 6t años y ya era un empedernido
lector, mi tendencia a la soledad era mi mejor cómplice.
Fue a través de estos comics que conocí de la existencia
de una señora de ojos risueños, sonrisa ancha, cabello hacia atrás, bien
peinado como una onda que cae con gran prolijidad sobre los hombros: su nombre
era Gabriela Mistral.
En su valiosa colección Escritores representativos de América (9 volúmenes, Editorial Gredos, S.A., 1972), Luis Alberto Sánchez
finaliza el capítulo correspondiente a la poetisa chilena sosteniendo que por
su estilo suigéneris “Gabriela Mistral no
ha podido, no podía, no podía tener discípulos. No cabe ella en tendencias ni
clasificaciones mucho menos en prosa que en verso. Como todo vale, simplemente,
ella fue un ser y una voz inconfundible: no siguió ni comenzó nada: es”. De
acuerdo con el juicio de Sánchez. Pero creo que los lectores de la chilena de
una o otra forma pasamos a formar otra legión de discípulos, la de aquellos que
llenamos nuestro espíritu con sus canciones para niños cuando transitábamos tan
dulce camino de la vida, y que a medida que crecemos y nos vamos acercando al
final, inevitablemente pensamos en la muerte. Y ahí es donde regresamos a ella,
porque la muerte le fue tan familiar como le fue al mejicano Nervo. Recuerdo de
esa revista de Novaro, con viñetas
incluidas, que se hablaba de la muerte de dos seres queridos. Pasado el tiempo,
logré enterarme de los pormenores de la tragedia. Lucila se enamoró. Inclinada
hacia la docencia, que ejerció por primera vez sin haber seguido cursos de
pedagogía, a la edad de quince años, como interina, en La Compañía, primero, y luego en La Cantera, villorrios próximos a su pueblo natal. Y es en La Cantera donde a esa muchacha
sensible, hosca, que siempre pasea con un libro de Vargas Vila o del divino
Rubén - luego habrá de cambiarlo por la Biblia,
los rusos, el indio Tagore – le ocurre algo muy serio. Se enamora. Él es un
empleado de ferrocarril, Romelio Ureta.
Este amor es el de las caminatas y las manos juntas.
Gabriela comienza a ver como, ante la presencia del amado, el paisaje familiar
era distinto (“el mundo fue más hermoso
desde que me hiciste aliada”).
En su poesía cuenta ese periodo ilusionada en sus versos
más hermosos, más cálidos y vivos, donde se comprime la tierra y la sangre.
Pero las tinieblas aparecen en el horizonte inmediato y estas relaciones
bruscamente, se truncan. Desolada, empequeñecida, Gabriela se recoge en sí
misma y murmura:
“Padre
Nuestro que estás en los cielos,
¡por
qué te has olvidado de mí!
Te
acordaste del fruto en febrero,
al
llagarse su pulpa rubí.
¡Llevo
abierto también mi costado,
y
no quieres mirara hacia mí!
“Nocturno”
en: ... “Desolación”
Este monologo patético, desesperanzado, tiene como fondo
trágico el estampido de un revólver.
Romelio Ureta hizo lo que Werther, lo que tantos otros. Y
no precisamente por romanticismo: por una cuestión dudosa en la que se mezclaban
intereses de la compañía.
Al no poder cumplir el compromiso financiero contraído en
respaldo de un amigo insolvente, Romelio se suicida el 25 de marzo de 1909.
En un bolsillo se le encuentra un retrato de la antigua
novia. Ese fogonazo, en la vida de Gabriela, resonará toda su vida. Cuánto de
ese mal recuerdo hay en los tres “Sonetos
de la muerte” con los que gana un concurso político en Santiago. Es la
noche del 12 de diciembre de 1914.
“Del
nicho helado en que los hombres te pusieron,
te
bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que
he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y
que hemos de soñar sobre la misma almohada”
“Los
sonetos de la muerte”
en: ... “Desolación”
Colmada de gloria universal y dueña absoluta de su predio
lingüístico, no le pierde la mirada a la muerte. No deja de verla rondando sus
vigilias y sueños. Ayer por amor: hoy por ausencia: si la abandonaron,
hiriéndola, sus amores: el del juvenil Romelio; el del sobrino dilecto que se
ahorcó en Petrópolis: el de los amigos fieles, doquiera – y Stefan Zweig uno de
ellos -. Por todos lados ausencia, abandono, desvió, formas de Muerte. Después
de todo, la Muerte, como dice John Keats en uno de sus sonetos, “la muerte es el más alto premio de la vida”.
El día que murió mi madre, junto a su cuerpo inerte, me acordé de Gabriela, de
mi infancia, de la casa natal donde esa mujer que reposaba en la dulce libertad
del cielo puro me había alumbrado. Así como el rostro de mi madre, sereno,
sublime en la gloria iluminada de su heroica vida, debía haber estado el rostro
de Gabriela Mistral en su viaje último, aquel 10 de enero de 1957.
RECUERDOS DE ALLENDE
Nunca he sido dueño de nada ni nada me pertenece. Mi
razón de ser es pasar por esta existencia a la que vine y de la que me iré.
Todas las cosas que he usado y uso son “pertenencias
pasajeras”. Creo que si algún mérito puede haber en mi vida es el haber
aplicado los conocimientos de los libros que he leído. La soledad, paradójicamente,
ha sido compartida con aquellos cuyo pensamiento está latente en esas páginas
que muchas veces el tiempo ha amarillado y empolvado.
Mi madre llenaba la soledad de su abandono leyendo, fue
una buena mujer y una asidua lectora. Ella me contaba muchas historias
estimulando en mí el ansia de saber y conocer. De mi padre sólo tengo un vago
recuerdo, tan estéril como su existencia. Y no creo que de su vida haya algo
interesante que contar.
Cuando mi padre la abandonó, mi madre se aferró más a la
religión; la recuerdo con sus manos juntas en actitud contrita prosternada
frente a sus dos santos de escayola, San
Hilarión y San Martín de Porras, a quienes nunca les falto una vela durante las
noches. Estoy convencido de que esa fe la mantuvo viva durante sus años de negrura.
Sin dinero y con tres hijos acuestas, esa mujer de veintinueve años supo vencer
a la desgracia. Tuve mucha fortuna de tenerla como madre. Han pasado dos años
de su ausencia y aún la recuerdo con gratitud.
En cuanto a mí, me resultó más difícil perder la fe que
alcanzarla. El misticismo se asienta mejor en el alma con la barriga llena. Con
los años mi creencia se fue desvaneciendo como el viento que va perdiendo su
fuerza entre el follaje de un árbol. En mi desamparo, tuve que aprender que hay
que encontrar un lugar en el universo donde la miseria y la ruindad sea más
leve. Los juegos, aparte de la lectura, fueron parte vital de mi vida. Muchas
veces me tumbaba sobre la hierba, así estuviera húmeda, y me imaginaba ser un
pájaro; cerraba los ojos y veía los techos de las casas con sus cordeles y su
ropa tendida, los gatos techeros y uno que otro perro, esos que la gente tiene
abandonados en las azoteas convencidos de que sólo “sirven” para ladrar y cuidar la casa.
Nunca quise llegar al convencimiento de que la muerte
sería una delicia porque la vida era insoportable. Ni la pobreza, ni la ruina
en que dejó mi padre a mi madre pudieron llevarme a ese callejón sin salida que
era el desánimo, la esterilidad de la vida. Sin proponérmelo y después de haber
escrito que sobre la vida de mi padre no había nada interesante que contar, he
regresado a él. Debe ser porque no nos dejó nada. Fue un cretino que malgastó
el dinero con la mayor irresponsabilidad que pueda imaginarse. Cuando está en
la miseria, un niño no se interroga por su injustificable condición. Ahora
pienso que la distribución de la felicidad y de la infelicidad en el mundo
tienen unas reparticiones intolerables. Mi padre con su mal genio, sus bravatas
y su ignorancia, me terminó de convencer que la imaginación me ofrecía más
posibilidades de ser feliz que las que ofrece el mundo real. Mi padre era un
constante crítico, de esos que ven la paja en el ojo ajeno y no el madero que
los enceguece; mi madre tenía que guardarse sus opiniones ante la estupidez
hecha intolerancia de un marido que algunas veces no la dejaba ni abrir la
boca. También era muy dado a levantar la mano: a su mujer a sus hijos. De ahí
que en mis juegos solitarios solía convertirme en el ángel vengador que
liberaba a mi madre de aquel hombre abusivo y malsano, taponeando la boca de
aquel tirano con el yeso con que solía hacer mis muñecos de escayola. Recuerdo
mucho a “Cocoplano”, lo llamaba así
porque cuando lo puse a secar al sol, la parte trasera de la cabeza se aplanó
por el peso. Mi madre se divertía a carcajadas por mis “creaciones” y, lejos de molestarme, me alegraba al verla sonreír.
Pero no todo era armonía en mis relaciones con mi madre
después de que mi padre se marchó, “a
comprar cigarros” como suelo decir: nunca más regresó. No era raro que mi
madre, por protegerme indudablemente, me impusiera ir con ella y mis dos
hermanos a casas de amigas, comadres y algunos familiares. La mayoría de las
veces que no quería ir porque me resultaba de lo más aburrido, por había algo
más que, ahora con la distancia que dan los años ante esos sucesos lejanos, se
me ha hecho más claro: una voz interior hacía que me revelara ante esas
imposiciones que consideraba arbitrarias, quería por todos los medios defender
mi autonomía y mi derecho a decidir sobre mi vida. Toda mi defensa caía como un
castillo de arena muchas veces, sólo tenía 6 años y me enfrentaba a una mujer
que había sufrido, a pesar de su juventud, los fuertes embates de infortunio
que conlleva la vida. Aunque soy consciente ahora que a los 6 ó 7 años es
difícil ser tenido en cuenta por los adultos en lo que ha opiniones y
decisiones se refiere, en ese entonces pensaba que todo ser humano tenía
derecho a expresar sus puntos de vista y hacer valer sus derechos, aunque estos
fueran muy pocos. Cuando mis razones no convencían a mi madre, optaba por
fugarme. Tenía siempre algún lugar donde refugiarme.
El alimento para ese día de rebeldía no era problema
alguno, siempre encontraba un lugar donde almorzar: en los años más tempranos
donde Angélica Domínguez; posteriormente, a los 10 ó 11, donde Paula Mariños de
Escudero. Hasta ahora recuerdo a esos dos ángeles maravillosos; el cariño y la
gratitud inmarcesible abrazan en mi memoria.
Siempre percibí en las actitudes y palabras de mi madre
una cierta preferencia por mi hermano mayor, un ser mimado y abusivo que muchas
veces con sus actitudes matonescas perturbaba mi tranquilidad. Creo que su
actitud estribaba de esa rebeldía mia, siempre a flor de labios, de someterme a
sus decisiones. Recuerdo que los sábados y domingos, sacudido de la presión
escolar de la semana, vivía los momentos más esperados, pues, podía dedicarme a
mis aficiones favoritas: la lectura, la reflexión y mis juegos en solitario.
Algunas veces salía a la calle. Me gustaba pasar algunas
horas con las chiquillas del barrio. Siempre encontraba en ellas orejas para
escuchar las historias que leía, percibía que esa predisposición me daba poder
sobre ellas. Los chicos en cambio sólo estaban dispuestos a invertir su tiempo
en patear una pelota, tumbar latas de leches vacías con piedras, darle de
hondazos a los pájaros y a los perro o cualquier otra actividad que me
resultaban insulsas, una atroz forma de perder el tiempo. Las chicas se
deleitaban con mis narraciones que muchas veces tenían más de mi invención que
de lo que había leído. Creo que el leer tanto me daría con el tiempo,
inconscientemente, una cierta autoridad para enseñar.
LOS RÍOS Y UN
RECUERDO DE CÉSAR CALVO
Borges
decía que los ríos tenían su cuna en las
cumbres y Pascal que los ríos eran caminos que andaban. En esta revisión
regresiva de metáforas no podemos dejar de lado a Manrique con sus…
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.
En
la poesía renacentista española, el toledano Garcilaso hace decir a Nemoroso en
si Égloga primera dedicada a don Pedro
de Toledo, virrey de Nápoles, estos deliciosos versos…
Corrientes aguas, puras,
cristalinas;
árboles que os estáis mirando en
ellas,
y
en la Égloga segunda, Salicio dice a
Nemoroso…
Escucha, pues, un poco
lo que digo
y contaré una estraña y
nueva cosa,
de que yo fui la parte
y el testigo.
En la ribera verde y
deleitosa
del Sacro Tormes, dulce
y claro río,
hay una vega grande y
espaciosa,
verde en el medio del
invierno frío,
en el otoño verde y
primavera,
verde en la fuerza del
ardiente estío.
El río es, pues, una fuente de inspiración que llega
al poeta desde el exterior con una fuerza tentativa que se hace ineludible.
Quizás, influenciado por Manrique, escribí un poema que lleva por título “Poema
Decimoctavo”
y
que fue publicado en el poemario “Las
Malas Conciencias” (el Título original era “Las Buenas Conciencias”, pero Martha Isarra lo cambió por el
título con que salió posteriormente).
Mi vida es un río ya gastado
en cuya orilla la muerte parpadea.
El astro que en mis aguas
amarilla y centellea
la ve mirarme con desdén.
(con cruel indiferencia
mi alma pide)
Brilla el azadón
en un vaivén amenazante
y en un paraje oscuro
la veo…
ya cansada, ya aburrida
de este río que a morir no se
decide.
Cuando César Calvo leyó el poema me dijo que le
gustaba, pero que mejor hubiera sido empezarlo…
Mi vida es una orilla ya gastada
en cuyo río la muerte parpadea.
En son de broma, porque
al flaco Calvo siempre le hablaba así,
le dije que en la segunda edición lo cambiaría si él también cambiaba el final
de su poema “Balada sin regreso”,
esa que dice…
Y todo ha sido tarde.
Y todo ha sido inútil, amor mío.
Cruce bajo los mares sin mojarme.
He vivido sin ti:
nada he vivido.
Yo quería que fuese…
He vivido sin ti:
pero he vivido.
Con esa genialidad
propia de él, a lo Wilde, me dijo, desde esos ojos embrujados que adornaban su
rostro, que no aceptaba, porque sería injusto para mí el cambio, pues, no había
proporcionalidad en ese trueque. Una vez más, como casi siempre, César me
ganaba la partida.
UN RECITAL DE LEONCIO BUENO
Mientras leía mi conferencia
sobre el libro “Vuelco a pasos” de Alberto
Valcárcel en la Biblioteca Nacional, noté que entre los asistentes, sentado en
un “rinconcito” como para pasar inadvertido, derramando en su mirada y en su
vestimenta su humildad de siempre, estaba, Leoncio Bueno. Por esas casualidades
del destino (que bien cabrón sabe ser muchas veces) el poeta Omar Aramayo
llevaba consigo Rebuzno propio, ese
poemario que lleva como subtítulo La
dicha de los dinamiteros que ediciones arte/
reda, con portada de Víctor Escalante, editó en julio de 1976. No conozco
una reedición de ese bello libro de Leoncio Bueno. El libro se lo había dedicado Leoncio a Omar. La dedicatoria versa así:
A Omar Aramayo con un abrazo fraterno Leoncio Bueno. Lima 11/3/77. Mientras hablaba César
Ángeles Caballero, le susurré a Omar Aramayo que el 11 de marzo era el día de
mi cumpleaños. Generoso, como es ese puneño siempre con los amigos, me deslizó
el libro sobre la felpa verde que cubría la mesa y me dijo: “Es tuyo, flaco. Te lo regalo. Lo he releído
muchas veces. Te aseguro que Leoncio se sentirá halagado que comparta su canto
con amigos como tú”. Y verdad que fue así. Luego de los abrazos y los vinos
de rigor, en complicidad con Alberto Valcárcel, nos secuestramos a Leoncio y
nos lo llevamos por la Avenida Abancay a recorrer las ya abarrotadas calles de
Lima. Después de andar de aquí para allá y de allá para acá, nos metimos al
antiguo restaurant Raymondi, al costado de la Iglesia de la Merced. Allí
Alberto y yo organizamos en una de las mesas del fondo el “Recital de Leoncio Bueno” en exclusivo para dos oyentes. Leoncio
campechano y divertido, celebró la idea.
Entre brindis y platos
criollos se fue dando, espontaneo y divertido, el inesperado e insólito
recital. Recuerdo la jocosidad con que leyó algunos de los poemas del libro que
Aramayo me había obsequiado. Aquí va uno que tiene como epígrafe unos versos de
Heine (El infierno esta de huelga/ sueltos andan los demonios).
“Quiero vivir en paz para poder sin para
laburar por mi yin a la buena de yo,
de sol a sol, de viento a viento,
refrescarme los huevos de alegría,
ir corriendo desnudo al encuentro de la lluvia,
hacer surcos, alcohol, hijos y versos,
embriagarme hasta el perno
y bailar
como un negro borracho en los días de la patria”.
(PRIMERO DE MAYO).
Nacido en Trujillo, La
Constancia, en 1921, Leoncio fue de niño trabajador azucarero, luego obrero
textil y mecánico, portapliegos de un diario, es decir, un mil oficios. Leoncio
fue un escritor autodidacta, siempre comprometido con elevar el nivel cultural
del proletariado, aun a costa de su tranquilidad personal y económica.
“Tenía necesidad de hablar,
acometí a fondo el acto de la más alta traición
apuñalear al Dios vigente,
darle de punta pies a la Madona,
apedrear a mis contemporáneos
defraudar a mis parientes.
Por supuesto las consecuencias
son insoportables para mi mujer,
y mis hijos,
honestas criaturas
dignas de una vida mejor”.
(HASTA LA VICTORIA SIEMPRE).
Copas iban, copas venían y la
voz de Leoncio acariciaba el aire del Raymondi.
Le comenté que en su Diccionario Histórico y Biográfico del Perú,
Milla Batres había publicado dos minibiografías sobre él, una elaborada por
Wáshington Delgado y otra de Gonzalo Espino Relucé. “Caramba, qué importante soy”, dijo Leoncio.
Alberto, siempre sobrio y
delicado en el hablar (nunca escuché una lisura salir de su boca. Quizá pensaba
que con las que salían de la mía ya era suficiente) agregó. “Y es raro, porque aquí en el Perú esperan a
que te mueras para acordarse de uno y hacerle sus homenajes respectivos”.
Wáshington escribió para Milla Batres las siguientes líneas sobre la obra de
Leoncio: “Su poesía, áspera y retórica en
sus comienzos ha ido cobrando fluidez expresiva, densidad estética y
profundidad humana en sus últimos libros”. Reforcemos este comentario con
algunos versos de este poeta liberteño.
“Ya son muchos los días
que estoy viéndole al galgo las orejas,
a mis fierros con los brazos cruzados,
a mi banco de trabajo
demasiado limpio, demasiado ordenado.
Es triste este reposo involuntario.
Es peor que la muerte
estar varado.
No está en mis manos acarrear el chanque,
sólo estoy ojo
y más ojo, alargando el turno,
horas corridas sin bajar la guardia,
prendiendo el horno y ensillando el burro".
(DE PARA)
Son varios los libros que
salieron de su pluma: Al pie del yunque
(1966); Pastor de truenos (1968); Este gran capitán (1968); Invasión poderosa (1970); Rebuzno propio (1978) y La guerra de los runas (1980). De
extracción obrera, como ya lo he dicho antes, Leoncio toma el universo del
obrero, sus problemas individuales y colectivos, sus manifestaciones cotidianas
y laborales para elaborar su poética impregnada de una pátina de esperanza en
la revolución social. Para ello hace uso de un lenguaje popular que englobe
todo ese universo social en que se mueve el proletario, el obrero, el invasor
de tierras el marginado. En el volumen III de Poesía Peruana – Antología General (De Vallejo a nuestros días), González Vigil anota sobre Bueno lo
siguiente:
“El poema Rebuzno propio, incluido en Pastor de Truenos
y que después serviría de título a un vigoroso poemario, anuncia el cambio que
se opera en la poesía de Bueno cuando madura en Rebuzno propio y La guerra
de los runas.
Rompiendo con la retórica tradicional, tanto la romántica y modernista
como la reformulada por la poesía contemporánea de España, Bueno acoge el habla
popular, buscando expresar del modo más inmediato y liberador (sin las ataduras
de la escritura culta y el “buen gusto” forjado por las clases dominantes) la
óptica de las mayorías. Acentúa el ingenio y la irrelevancia de los giros coloquiales,
consiguiendo en sus mejores páginas - las que sorteaban los desajustes rítmicos y los ripios
inexpresivos - retratar las tribulaciones y la conciencia revolucionaria del
proletariado.”
(González Vigil, 1984)
Veamos un florilegio de poemas donde podamos
apreciar está visión de la poesía de Leoncio Bueno bajo la óptica de Ricardo
González Vigil:
“Nuestro país, es un país de la pitri mitri,
con proceso de cambio irreversible
de sabor nacional,
vía propia al socialismo… y todo,
todo alturado hecho a nuestra medida de peruanos,
en libertad, en paz y desde arriba.
Tenemos una leche bien de triana,
¿para qué rebanarnos los fundillos?
¿para qué machacar el entreseso,
si tenemos (¡qué suerte!) nuestros gorilas buenos,
nuestros tanques socialistas, humanistas y
cristianos”.
(DEMOCRACIA DE PARTICIPACIÓN
PLENA)
Mecánico durante muchos años,
Leoncio tenía su taller llamado “Tungar”, en el siguiente poema como en otros
aparece como contexto poético la factoría:
1
Sumo y remuzo
¡lo que me tranco!
Lo que me hierve los porongos,
sumo y rezumo,
como las rosas
sumo y rezumo
mi corazón piafando en una bronca.
2
Rompiéndome el alma
a golpe de hacha
con toda raza
duela a quien duela
donde la agarre
al pie del tumbo
moliendo el lomo y la tutuma,
pasito a paso
duro
durando:
sumo y rezumo
pujando a gatas.
3
Rezumo aquí la gota borda,
desde mis herramientas,
entre alicates, pernos y tornillos
metido hasta l hueso sacro en ácido sulfúrico,
en un crisol fundiéndome y fundiendo
plomo, coágulos, mandarrias, estroncio 90,
sumo y rezumo
con esta tinta bien sudada.
4
Para ponerle cuernos a la muerte,
porque quiero
mi parte de sol o de catana,
para darle de coces a la roña,
o meterle su cohete al orden mono.
5
¡Para la buena gente!
Para los chicos tumbamontes
para los cumpas de talones fértiles
para los coterráneos
para los atorrantes
hijos de la chingada
que se harán desollar
antes de macanear
o hacerse comerciantes.
(SUMO Y REMUZO)
Su sátira, su humor criollo,
no sólo aflora en la conversación de café, de bar, de esquina; también en su
poesía asoma esa sorna, esa cachita como solía decir él con su risa enorme,
dulce y serena, a pesar de las adversidades por las que muchas veces
atravesaba:
Los patronos armaron su milonga:
“manuales e intelectuales”.
Para los intelectuales
trampitas con queso,
colocaciones en las compañías,
columnas en los grandes diarios,
espacios en las canales de T.V.,
comederos de engorde en las reparticiones del
Estado.
Para los manuales:
pico y lampa
plomo y tumda;
y
de vez en cuando
discursos,
hechos por los intelectuales.
(DIVISIÓN DEL TRABAJO)
Mi techo es pequeño
rico de polvo y paja
construido de esteras y otros
deshechos inflamables.
Deja pasar los bichos y la lluvia,
deja que se cuele la luz,
el aire, las chirimachas
y los orines de los gatos.
Soy el dueño de un techo excitante,
puede caerme encima
sin hacerme daño.
(TECHO DE PAR EN PAR)
Teníamos nuestro estilo para hacer la Revolución,
invadíamos las tierras,
ocupábamos las fábricas,
chocábamos con los rangers.
Los rangers nos sacaban la entre.
Ellos tienen los tanques, los aviones y el Napalm.
Nosotros teníamos que robar nuestras pistolas.
Ellos ahora, hacen la Revolución,
- tienen su estilo.
Muchos, que ayer no más decían,
también están haciendo la Revolución
(casi todos con sueldos
de veinte mil para arriba)
Nosotros, aun creemos en nuestro propio estilo.
(CUESTIÓN DE ESTILO)
Para Gonzalo Espino Relucé,
Leoncio Bueno es junto con Víctor Mazzi, uno de los principales poetas obreros
del Perú contemporáneo. “Su poesía es
concretista y realista, el conceptualismos que tienen sus poemas permite que
sus imágenes sean precisas y sugerentes, por los mismo, alejada del
racionalismo mecanicista y vacuo.
Un continuo ejercicio de perfeccionamiento de la imagen poética está
presente en el conjunto de su obra” (Espino
Relucé, 1986).
El hecho de ser un poeta
“clasificado” como proletario, no quita a Leoncio Bueno un conocimiento de la
retórica, como lo demuestran estos dos poemas donde la aliteración y la
paronomasia asoman con gran belleza y gracia:
Cojo la pluma y nada
cada vez soy más zopenco
Quevedo.
Tumbo y retumba pero aun no suena,
ni truena
mi escuálido quirquincho.
Siembro, podo, barbecho. Siembro,
vuelvo a podar, aparejo
sin descanso, mas no veo
crecer mi verdolaga.
Ando, trajino, sudo
la gota gorda hollando
estrambóticos senderos
y siempre estoy reptando a tientas
lejos de mi propio recoveco.
¿Hasta cuándo no voy a articular mi rebuzno propio?
Hiervo, cocino, aderezo, sirvo
y a la postre cuaja, pero no cuaja
mi propia salsa.
Tiempo ha que machaco y le doy de alma
a esta mollera chúcara
por saborear deveras mi sandía.
(ASNOGRAFÍA)
Pues soy el palo bardo que apalea,
el palo que porfía, parla y pala.
Mi fuerza está en el palo, no en la pala,
más me sale con fuerza la empalada.
Soy el mulato tranca que se embala,
que hala, hala y hala.
Las pitucas del coro me hacen fieros,
yo me río
y me voy de parranda y me rocío
y mi palo florece y se hace franco.
A la larga les mando
cada vez más a fondo con el palo.
(DE INGA Y DE MANDINGA)
Regresando a este bello
recuerdo, el recital de Leoncio Bueno en el Raymondi, la tertulia nos atrapó
hasta las diez de la noche. Con Alberto embarcamos a Leoncio en un taxi que lo
llevaría hasta Cieneguilla donde estaba viviendo debido a un mal bronquial que
lo aquejaba (en esos días Leoncio ya había pasado los 80 años). Desde La Merced
caminamos con Alberto por el Jirón de la Unión y luego por la Colmena. Nos
despedimos como lo hacíamos siempre, con el amor fraternal y el respeto augusto
con que siempre nos tratábamos.
Esta noche que me embargó este
recuerdo y que ya siendo las once de la mañana del otro día pongo fin a esta página perdida en el tiempo. Ahora que
ya Alberto Valcárcel ha traspasado el umbral de la vida hacia el mundo de lo
ignoto en que los ojos se cierran y el cuerpo se hiela, dejo la pluma con una
profunda tristeza de saber que esos dos seres que me dieron tanta felicidad ese
día del año 2001 no volverán a estar sentados a la mesa conmigo. El verso de
Tasso en su Aminta lo resume todo: “…
Il mondo invecchia, / e invecchiando intristice”.
LOS OTROS TESOROS DE LOS LIBROS
Los libros guardan ciertos tesoros para seres como
yo, que le dan un valor intrínseco a ciertas cosas que para otros no tienen
ningún valor. Cuando tenía quince años fui con una amiga (Charo Lino) al cine Bijou, en el Jirón de la Unión. Ya
no existe el cine, el tiempo se lo ha llevado como suele llevarse tantas cosas.
En ese entonces, 1969, el Jirón de la Unión era un lugar hermoso que aún
conservaba la belleza de lo que hizo del
Centro de Lima un sitio atractivo. Hoy ya nada de esa hermosura ha
sobrevivido. Sólo encontramos ambulantes, mendigos, travestis, putas, putos,
ladrones, basura y caos vehicular que espanta. Esa es la hermosa Lima
multicultural, provinciana, colorida, de la arpita y el charango de la que
habla la gordita graciosa que dirige
el Dominical del El Comercio, semanario cultural que no es ni la sombra de
antaño. Bueno, a media película fui al baño y cuando me lavaba las manos, como
manda el manual de higiene, encontré en el lavadero un aro, de esos baratos que
son bañados en plata.
Me lo probé y cabía exactamente en mi dedo anular.
Me lo puse y regresé a mi butaca. Le comenté a Charo Lino lo de mi hallazgo. “Algún distraído enamorado lo debe haber
olvidado, pobrecito”, comentó.
Cuando terminó la película (si mal no recuerdo actuaba Gregori Peck),
escuchamos por un altavoz el siguiente anuncio:
“Se ruega al
caballero que haya encontrado un anillo en el baño, devolverlo en
administración. El dueño dará buena gratificación”.
Charo me miró con picardía. “Salió para los helados”, me dijo. Sí, salió el dinero, pero de mi
bolsillo. Siempre en mi adolescencia fui de los muchachos que gustaban correr
con todos los gastos de “esas salidas”.
Está en mi naturaleza, hasta ahora hago lo mismo.
Cuando llegamos al lobby nos
encontramos con el administrador, un hombre canoso de pelo ensortijado, blancón
y con una prominente barriga.
Le mostré el anillo y me llevó a su oficina. Ahí
estaba un hombre de unos treinta años con una muchacha un poco más joven. “Es mi esposa”, me dijo. Me extendió dos
billetes de diez soles de ese entonces, una fortuna para mis escasos recursos.
Ese anillo no valía ni cinco soles y aquel hombre me daba una recompensa por
cuatro veces su valor. “Ella me lo regaló
hace diez años”, me dijo sonriente, “cuando
éramos enamorados”, no sabe cuánto se lo agradezco”. En el anillo estaba
grabado el nombre de ella y una fecha. Le devolví el dinero. “Eres un sonsonazo, como se te ocurre
devolver ese dinero, es que eres un loco”. Miré a Charo Lino y le dije: “No Charito, soy poeta”.
Con el tiempo descubrí la diferencia entre el valor
intrínseco y el extrínseco que asumen los objetos. Para aquel hombre el anillo
tenía un valor intrínseco inimaginable. Durante diez años había llevado un su
dedo a la mujer que amaba, ni un anillo de oro podía reemplazar el valor que
ese insignificante anillo bañado en plata poseía. El anillo había sido testigo
de miles de besos, de cuantiosas frases de amor, de miles de vivencias
compartidas por dos corazones unidos por un sentimiento que trasuntaba toda una
vida de alegrías y tristezas de silencios y emociones, de vicisitudes y
esperanzas. Eso no lo comprendía o por lo menos no lo había reflexionado en ese
momento mi amiga. Yo ya lo tenía claro, era un poeta en ciernes y algo mi
espíritu soñador intuía seguramente.
Una vez encontré un cabello femenino en un libro,
por ahí debe andar seguramente si las polillas no lo han desaparecido. Debe
tener, si lo encuentro, unos cuarenta y tres años, lo sé bien porque sé a quién
pertenecía. Durante meses, mientras duró el enamoramiento, lo observaba y lo
palpaba con veneración. Pertenecía a la mamá de un amigo que estudiaba conmigo
en la Universidad Católica. Cuando conocí a esa hermosa mujer, ella tendría
unos cuarenta años y yo a punto de cumplir los dieciséis. Me quedé hechizado en
sus ojos azules, su rostro nacarado y ese hermoso cabello rubio que caía como
una catarata de ensueño sobre sus hombros. Cultivaba la danza. Un día acompañé
a mi amigo a recogerla de una de sus clases. Recuerdo que llegamos al taller de
danza, quedaba en San Antonio. Estaba vestida con un maillot tan azul como sus
ojos. Era un cisne haciendo cabriolas. El rostro, firme y concentrado, parecía
no mirar a ningún lado, como una valkiria cabalgando contra el viento. Sus
saltos y sus pasos no salían del círculo formado por una fuerte luz proveniente
de una bombilla suspendida de un techo de madera tallado en alto relieve. Se
balanceaba con la armonía y la elasticidad de una adolescente.
La imagen nítida de esa mujer me quedó grabada
durante muchos años; cuantas noches ha turbado mi sueño, no lo sabré nunca.
No tardé en convertirla en mi musa; escribí muchos
poemas bajo ese encantamiento.
Sólo ha sobrevivido un poema de ese flechazo de
cupido, se encuentra en mi primer libro de poesía, “Desde un palco a oscuras”. Transcribo el poema como una suerte de
exorcismo y en homenaje a un ser que me hizo ver que se puede querer a alguien
sin dañar con ese amor prohibido a otros.
Como un niño…
Como un niño
extraviado
en la noche
de un bosque infinito
mi mirada
se busca en tu mirada.
Y tus ojos,
claros como la bruma
del estío,
me avisan que mañana
te habrás ido,
y qué tierna es la noche
sellada – beso inerte –
que en tu partir dejaste.
Regresando al atesorado cabello, lo tome
subrepticiamente de su cepillo con el cual acostumbraba peinarse constantemente.
Estábamos tomando café en el desaparecido Snack bar “Marco Antonio”, en Risso. En ese entonces sentí doble culpa:
hurtaba a hurtadillas algo que no me pertenecía y profanaba la amistad de mi
amigo enamorándome de su madre. Solo me
consolaba el hecho de pensar que si lo descubría no debía sentirse mal por una
madre tan amada. Nunca me atrajo caminar por la cornisa. Poco a poco fui
estableciendo mis distancias. Me acordé de unos versos de mi amado Bécquer:
Mi
vida es un erial:
flor
que toco se deshoja;
que
en mi camino fatal,
alguien
va sembrando el mal
para
que yo lo recoja.
Agrego como coletilla esta frase de Vargas Llosa en
su “Elogio a la madrastra”, amar lo imposible tiene un precio que tarde
o temprano se paga. Hoy que recuerdo estos hechos en la curva del camino,
pienso en el anillo y en el cabello aquel que no sé si seguirá por ahí en algún
libro. Es el valor intrínseco que adquieren los objetos los que mantienen vivo
el recuerdo de un determinado momento de nuestra vida y, más aún, en seres como
yo, tocados por un sentimentalismo que raya en la patología, sentimentalismo
que para otros seguramente sería motivo de hilaridad.
Wolfsschanze, enero 5 del 2014.
RAZONES Y SINRAZONES
La soledad es el estarse con uno mismo, pero también es
estarse con su “viva vivida” en su
conjunto.
Ésta, tan rica en recuerdos, vuelven a vivirse en la
memoria presente.
Ya no, aunque nos duela, con la misma intensidad de
otrora, pero sí con una dosis de nostalgia no habida antes. La soledad es
reflexión, meditación sobre lo hecho y
lo por hacer; reflexión y meditación, por qué no decirlo, por lo no hecho también. Porque la
frustración con sus malestares vive también, se aposenta en la soledad del
hombre inexorablemente con su cuota de dolor y tedio.
EL ARTE DEL BUEN COMER
El otro día me pesé, ochenta y cuatro kilos y unos gramos
más. Las patitas con maní, los tacos de chorizo, pollo o tocino, los omelette au jambom y otras delicias
gastronómicas que uno va descubriendo en sus ensayos culinarios, parecían estar
surtiendo efecto en mi organismo que siempre tuvo una contextura delgada. Por
una asociación de ideas e imágenes me acordé de Washington Delgado, no sólo un
gran poeta, intelectual y un buen amigo, sino un gran conocedor del Teatro de
la Edad de Oro; no fueron escasas las tardes en que lo visité en su casa de
Miraflores donde acompañados de un aromático café, leíamos y comentábamos obras
de Lope, Tirso o Calderón; algunas veces a los pre - lopescos (Lope de Rueda,
Timoneda, Juan de la Cueva). También los entremeses de Cervantes fueron motivo
de largas charlas; no sé cuántos cigarros consumimos leyendo al alimón,
fragmentos de Los baños de Argel, Pedro
de Urdemalas o del Viejo Celoso.
Hay un cuarteto de Calderón que se quedó grabado en mi mente y que cada vez que
lo menciono en mis clases de literatura española me invade la nostalgia de
aquellas tardes de café, cigarros y literatura. Pertenece a una de mis obras de
teatro favorita, El alcalde de Zalamea,
de Calderón:
Al rey la vida y la hacienda
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma
y el alma sólo es de Dios.
Lo cierto es que Washington era un gran comensal a la
hora de ponerle el diente a la comida. En Huaral, donde Don Jorge, lo vi dar cuenta de un suculento sancochado. Del oneroso
e ingente plato de carne, col, yucas y caldo blanco no quedó ni el mínimo
rastro. Yo lo acompañé con uno de los conocidos combinados a lo Jorge (tacu –
tacu y seco de cordero). Quedé ahíto. Lo vi limpiarse la boca con la servilleta
con una delicadeza inusual. Cuando pedí un vino tinto y me disponía a
desc0rcharlo apareció sobre la mesa un delicioso lomo saltado como para
satisfacer el apetito de dos fogosos
gourmet criollos. Está demás decir que para Washington ese plato
significaba el segundo. Media hora después cruzó los cubiertos sobre el plato,
se limpió la boca y me dijo muy satisfecho:
- Ahora ese vinito para
asentar el almuerzo.
De regreso a Lima pensé que se dormiría en el carro. No
fue así, vino releyendo un libro de Pedro Salinas, uno de sus poetas favoritos.
En la estación de autobús vecina al Parque Universitario nos despedimos con un
paterno y filial abrazo. Así era este hombre que me hizo recordar esas líneas
del Primer Diario de Arguedas en El
zorro de arriba y el zorro de abajo en que describe a Lezama Lima comiendo:
“Lezama
Lima se regodea con la esencia de las palabras. Lo vi comer en La Habana como a
un injerto de picaflor con hipopótamo. Abría la boca; se rociaba líquido
antiasmático en la laringe y seguía comiendo. ¡Gordo fabuloso, Cuba que ha
devorado y transfigurado la miel y hiel de Europa!
Willy Pinto Gamboa me leyó una tarde en su
abarrotada y burocrática oficina de El Peruano, allá en la avenida Grau, una
crónica periodística publicada por Washington Delgado en el diario El Comercio
en julio de 1978 y que él había antologado en su libro.
“La crónica periodística – Antología” (MASS
Comunicación SRL – Editores, 1985). Este hecho dio pie a que contara a Willy
Pinto mis “experiencias comensales” vividas junto a Washington Delgado, que
paladeaba los platos con la Veneración y la entrega con que un comerciante
persa observa una alfombra, podía escribir un artículo tan maravilloso como
aquel que él había antologado y que llevaba por título “El arte de tomar la
sopa”. Le conté asimismo que en Lambayeque, durante un ciclo de conferencias y
cursos – talleres que dictamos conjuntamente en la Universidad Pedro Ruíz
Gallo, Washington me describió con una minuciosidad de entomólogo las delicias
del arte culinario del oriente del Perú; me habló de esa sopa de gallina con
maní, culantro y yuca llamada Inchicapi, del Tacacho de cecina, esa delicia de
plátano verde asado con chicharrón de cerdo que se acostumbra acompañar con carne
ahumada de cerdo; de ese pescado envuelto en hojas de bijao y asado al carbón
llamado extrañamente Patarashca, y también dedicó unos buenos minutos al juane,
el típico y archiconocido arroz con gallina, huevo y aceituna envuelto en hojas
de bijao y cocido con gran maestría al fuego controlado.
En el artículo antologado por Willy Pinto,
Washington a través de un hecho de la vida cotidiana tan simple como es el
almuerzo y, para ser más preciso, el tomar
la sopa o caldo, se convierte en un acontecimiento relevante cuando este
hecho baladí, insignificante, trivial a todas luces, se somete a un análisis
concienzudo, ontológico, y nos deja ver la trascendencia que puede tener este
hecho sobre las personas, en el caso visto por el ojo clínico de Washington
Delgado, sobre los adultos y los niños. La descripción que el autor hace del
plato de sopa que tiene frente a él está impregnada de una pátina poética propia
del autor de “Formas de la ausencia”:
...
“Es
hora de cenar. Me siento a la mesa y me sirven la sopa. Yo contemplo arrobado
la niebla cálida y espesa que parece suspendida encima de mi plato como la nube
mágica portadora de un genio en un cuento oriental; si la sopa estuviera aguada
y desabrida y fuera insustancial, bastaría a suplir sus deficiencias este
vivificante vapor que de ella brota, alegría para mis ojos y alimento de
espíritu tan vacío y famélico, a la verdad como mi estómago. Esta sopa resulta
ser un alimento material inestimable y, también, una lección viva y amena”.
Ante lo que el autor considera un potaje de
los dioses, un maná para sobrevivientes, surge la voz pueril de los hijos
quienes reaccionan ante un plato que aborrecen, un cocido que muchas veces se
ha convertido en una tortura cotidiana al paladar, a ese delicado lugar por el
que pasan los helados, los chocolates, las gaseosas, las galletas, los confites
y otras tantas delicias tan apetecibles en la infancia y la niñez. Dice el
autor que los niños en general no aman la sopa y que saborear las buenas cosas
de la vida (la poesía, la música, la pintura, la comida) requiere un largo
adiestramiento, un aprendizaje muchas veces penoso. Sólo después de un largo
recorrido por diferentes guisos y potajes de las escuelas culinarias distintas,
se puede arribar en el plato de sopa y lograr valorarlo en la magnitud que
amerita.
“¿Cómo
exigir a los niños la posesión de una sabiduría que no han recibido, que deben
experimentar por sí mismos en años y años de ejercicios pacientes, sembrados,
además de indigestiones y dispepsias? Toda poesía resulta ineficaz y es
necesario recurrir a la áspera prosa de la razón práctica y hablamos de las
vitaminas, de las proteínas, de los hidratos de carbono o de los millares de
hombres, mujeres y niños que mueren en el Asia o en el África sin tener a su
alcance ni siquiera un fideo”.
Como buen poeta, Washington Delgado se
abstrae, hasta donde le es posible, de esos conflictos caseros, donde los niños
asumen una posición recalcitrante ante ese “atropello”
a su libertad de elegir qué comer y qué no.
“…dejo
a la madre la ingrata tarea de ordenar el mundo y la casa, de acallar las
protestas infantiles y de recitar alguna bella parábola que, como los grandes
discursos de los políticos inteligentes y sonoros, no servirá, seguramente,
para nada. Yo saboreo las legumbres de que está bien provista esta sopa; hay
zanahorias apretadas, tiernas vainitas, jugosas betarragas; tiene también gruesos
fideos, yo hubiera preferido, simplemente, un puñado de arroz, pero saboreo los
fideos antes de dedicar mi atención a las suculencias de un trozo de carne”.
II
Con Luis Alberto Sánchez tuve una experiencia
similar en el Callao, donde Demetrio Reyes, un cocinero experto en sancochados,
cebiches y chicharrones de pulpo y calamar.
Demetrio había trabajado como mozo en Buenos
Aires durante siete años, ahí ahorró un buen dinero y, cuando creyó conveniente
y atraído por la nostalgia, si regresó al Perú y se instaló en ese guarique
chalaco, un bistrot al que se entraba por un largo pasadizo y se llegaba a dos
amplios salones llenos de mesas y sillas rústicas. La iluminación no era la apropiada,
pero con la que había bastaba. Lo que importaba era la sazón que Demetrio,
alto, fornido, cobrizo y semicalvo, le imprimía a sus platos. Todo el que
pasaba por la cocina veía a Demetrio preparando sus manjares. Un mediodía,
regresando de Ventanilla con Luis Alberto, Manolo Aquézolo (su joven asistente,
especie de secretario y colaborador con quien Sánchez acostumbraba viajar a
algunas ciudades en el interior del país), Alfredo Dergán Sasín, cuñado de Luis
Alberto y odontólogo de mi familia, recalamos donde Demetrio Reyes. Sánchez almorzó
un ceviche de corvina y unos camarones en salsa de cangrejo de los que no dejó
rastro alguno. Muchas veces vemos a los intelectuales y a los artistas como seres
diferentes al común de la gente; verlos comer nos hace ver que son de carne y
hueso como cualquier bípedo con quien nos topamos en la calle. Si algo los
diferencia, es el ojo estético con
que aprecian lo que se les pone al frente y el paladar adusto con que saborean
cada bocado.
III
Yo había frecuentado mucho aquel lugar del
Callao con Victorio Sabini, un italiano milanés con el cual anduvimos un gran
trecho en la década del setenta. Gran bebedor, Sabini gustaba excesivamente del
buen comer y de la buena lectura. Con él leí mucha literatura europea: Moravia,
Quasimodo, Montale y Deledda de Italia; Beckett, Burgess, Greene, y Eliot en
lengua inglesa; y otros como Ionesco, James, Woolf, los dos Miller y Yourcenar
entre muchos otros. En esa época yo vivía la literatura con gran intensidad y
angustia. Escribía desde los ocho años, pero a los veinte pensaba que nada de
lo que había hecho valía la pena. Leer el “Demian”,
“Bajo la rueda”, “El lobo estepario” y
el “Peter Camenzid” de Hesse me ayudó
mucho. “ El
Retrato del artista adolescente” de Joyce terminó de darle cierta serenidad
a mi espíritu inquieto. Victorio era una buena oreja. Le contaba mis historias
y me decía, después de mandarse un doble Sabini
en las rocas, “ahí tienes un buen tema”. Yo lo trabajaba y se lo volvía a
contar y así iba él opinando y yo escribiendo y corrigiendo. Gasté mucho papel
por ese entonces, también rompí mucho. Eso foguea, pule, alisa la mano, agudiza
el entendimiento y estimula y desborda la imaginación.
El también escribía largos poemas de un tirón.
Muy buenos, los grababa y los escuchaba interminables veces. No sé qué habrá sido
de ellos después de su muerte. En esa época leía a veces hasta ocho horas diarias.
Recuerdo El aburrimiento de Moravia
de una sola sentada en una tarde soleada en Ica; El hombre de Wallace en tres días y otras hazañas de juventud.
ESPERANDO A LA CIGÜEÑA
Cualquiera que lea este titular pensaría que
mi pareja está embarazada, y no es para menos; pero no es así. Cuando se me da por
rememorar mi vida regreso a una de las etapas más interesantes de mi vida, mi
infancia.
Recuerdo que a los cinco años vivía en una
casa en un primer piso. En los altos vivía otra familia. En realidad eran
cuatro viviendas juntas, dos en el primer piso y dos en el segundo.
Por una amplia escalera de granito que
separaba las dos casas de abajo se llegaba a las de arriba. Al costado de donde
yo vivía había una quinta que iba a otras dos viviendas, una en el primer piso
y otra en el segundo. Todas eran alquiladas, propiedad de un hombre alto, bien
parecido y muy elegante que llegaba a cobrar la renta, mensual y puntualmente,
en un enorme Ford fairlane blanco, con una maletera donde cabían fácilmente un
equipo de fútbol de calichines. Su nombre era Dante Testino y era lo que se
dice buena gente, pues, frecuentemente mi madre se atrasaba en el pago y él ponía
la cara del señor Barriga, pero sonriendo. A veces pienso que mi sufrida y
abandonada madre se le anticipó a don Ramón por más de una década. Me acuerdo
que el señor Testino le ofreció a mi padre, cuando todavía no estaba fugitivo,
las seis casas por un precio módico. Él tenía en esa época dinero para
comprarlas, pero le faltaba lo más importante, cerebro.
Yo nací en esa casa y antes que yo mi hermano
que era medio huevón y que la vida se encargó de perfeccionarlo.
Un día noté que a mi madre se le había hinchado
el vientre considerablemente y me alarmé. Eran otras épocas y, como Lázaro de
Tormes, me sentía agobiado, pensando que mi madre se había comido algo tan
grande como una sandía. Eran otras épocas, la era de la inocencia y los niños
no teníamos que enterarnos que las diversiones de los adultos tenían consecuencias
que se manifestaban nueve meses después.
Pero como siempre fui curioso, precoz y
cargante, acosé a mi madre para que me desentrañara aquel misterio. Ahí me
enteré de la cigüeña. Mi madre, sabia y astuta, me arrimó el cuento del
pajarito que traía niños de París. Cigüeña, Paris, era un binomio relacionar
más difícil que calmar a un pulpo borracho. Como yo ya leía, me sumergí en mi
diccionario Larrouse que mi abuelo Ernesto me había regalado y, que en esa
etapa de descubrimientos, era para mí tan importante como la Biblia. Ahí me
enteré que había un país que se llamaba Francia, que tenía una enorme torre,
que había un gordito con una mano dentro del saco y un gorro gracioso que se
llamaba Napoleón y que Paris era su capital. Eso me sirvió para saber que Lima
era la capital del Perú y que capital significaba el lugar más importante que tenía
un país. Todo en as de la “sapería”. Pero con esa respuesta de mi madre no
quedé del todo satisfecho, pero ya no insistí porque me miraba con una cara de
mandarme a la mierda en cualquier momento. ¿Cómo podía un pájaro cargar a un
niño en su pico?
Vi la figura de una cigüeña y ese cuerpo en
forma de huevo con pico largo y patas flacuchas no me parecía un portento capaz
de llevar a un niño. Durante tanto tiempo. Los Larrouse siempre han venido
acompañados de sus mapas.
Ubiqué Paris y me di cuenta que el pobre
pajarito debía cruzar un inmenso océano.
Niño al fin y de otras épocas, me comí el
cuento de la cigüeña portadora de bebés.
Dejé de lado otras interrogantes, como
aquella que me mantenía despierto algunas noches; ¿y qué diablos tenía que ver
ese pájaro flacuchento con cara de cojudo con la pelota que mi madre tenía en
la panza?
Lo cierto es que con mi hermano, el que era
medio huevón, nos preparamos a recibir a la cigüeña provistos de sendas
resorteras. Ese pájaro no se nos iba a escapar.
El plan consistía en esperar a que la cigüeña
dejara a mi hermanito y luego emprenderla a hondazos con ese cuerpo de huevo
emplumado. Mi tía Aurora había llegado desde temprano y estaba al lado de mi
madre. ¿Por qué? Los años me llevarían a encontrar la respuesta después de unir
muchos cabos. Mi tía era obstetra y luego me enteré que yo y el “medio huevón” habíamos
nacido en la casa que habitábamos; mi último hermano no sería la excepción. ¿Cuántas
horas estuvimos esperando a ese pájaro viajero con las resorteras en ristre? No
lo recuerdo bien, pero sí que fueron muchas. Ya con los brazos agarrotados por
la espera, estábamos a punto de desistir en nuestra maquiavélica intención,
cuando apareció un hombre con cara de borracho, vestido con un terno gris y
botando humo como una chimenea.
¿Qué hacen? Nos preguntó.
En pocas palabras le expliqué lo que teníamos
en mente a riesgo de que nos denunciara ante mi madre.
Con una sonrisa cachacienta nos dijo:
- Huevonazos
Tiró la colilla de cigarro, lanzó un espeso escupitajo y
se limpió la boca con el revés de la mano. Se marchó, lento y tambaleante como apareció.
La frustración de un niño pesa diez veces más que la de
un adulto. Ahí nos quedamos, con las “armas” cargadas, decepcionados. Cuando horas
más tarde escuché el llanto de un niño en la casa y mi tía Aurora me dijo que
vaya a ver a mi hermanito, mi desilusión fue mayor. ¿Qué importancia puede
tener para un niño el nacimiento de otro niño, así sea su hermano, comparado
con la emoción de darle un hondazo a un enorme pájaro? Mi último hermano nació enorme, lo cual me hizo más intrincado el
enigma de que un ave llevara a un niño colgando en el pico. Pero así es la
infancia, ingenua, cándida, llena de credibilidad e invadida de interminables
interrogantes que la mayoría de las veces no encuentran respuestas.
Algo más, yo ni mi hermano sabíamos lo que significaba
esa extraña palabra que ese hombre insólito había proferido con esa sonrisa
entre socarrona y perversa. Los años, los trajines, el tiempo inmarcesible y el
paso turbulento de la vida me darían las respuestas a estas interrogantes
infantiles.
CONFESIÓN
A veces la vida nos hace sentir como si nos
hubiera arrollado un volquete cargado de piedras, a cuestionarnos si tiene
sentido la existencia o no, pues la vemos como una cosa inútil y absurda. Es cuando
se apodera de mí ese otro que vive en nuestro interno, peligrosamente inclinado
a la indiferencia, al ahogo, a la angustia; siento que mi única salvación consiste
en cerrarle el paso con un libro en la mano, un cuaderno y un lapicero en la
otra. Así he logrado calmar muchas veces a esa “bestia” con tendencias
suicidas.
MIS ESCRITOS
Nunca he dado a nadie a leer mis escritos, porque pienso
que para nadie han sido escritos. Lo que
he escrito, muchas veces, lo he hecho pensando en alguien o con referencia a
determinados momentos de mi vida. Pero en lo que a la obra se refiere en sí, no
ha sido creada en función de un lector determinado. Escribo un poema o un
cuento por ejemplo con referencia a alguien determinado, pero en ningún momento
se me pasa por la cabeza, ese alguien, como un posible lector.
Ellos pueden
determinar mis escritos, pero yo no lo creo para ellos. Hay un poema en un
libro “Desde un palco a oscuras” que lo hice pensando en una hermosa joven
llamada Ofelia, la cual me observaba frecuentemente, pero con quien no cruce
una sola palabra en mi vida. Para muchos que lo han leído es un poema muy bello
(yo también lo considero así), pero estoy seguro que Ofelia jamás lo ha leído y
que si lo leyera tampoco sabría que fue ella la causante de tanto desvelo para
que naciera esa criatura poética.
LIBROS, NOCHES Y SUEÑOS
Hay libros que han acompañado
mis sueños durante casi toda mi vida, son los llamados libros de cabecera.
|
Ricardo Palma |
Las fábulas de Esopo, los doce
volúmenes de “Fabulandia” de la edición chilena de Editorial Codex; “Las mil y una noches” en la edición de
E.D.A.F., “El Quijote” de Cervantes,
las “Memorias de ultratumba” de
Chateaubriand, las “Memorias” de
Casanova en la bella traducción de Aurelio Garzón del Camino, las obras
completas de Hesse y una lista interminable que han hecho de mi agitada vida un
paraíso indescriptible. En esta montaña de letras, ideas y reflexiones, las “Tradiciones Peruanas” de Ricardo Palma
ocupan un lugar de prevalencia.
Leídas y releídas como quien
va recogiendo guijarros en el camino, estas estampas suavemente burlonas me han
acompañado desde aquel día en que Velázquez Adrianzén, mi profesor de cuarto
grado de primaria, nos contó “Al rincón
quita calzón”, esa bella tradición, cuyo título le servía al cholo Velázquez
para enviar a un rincón del aula a todos aquellos palomillas que no cumplían
con las tareas encomendadas. No recuerdo haber estado alguna vez en ese
patíbulo en el que muchos tuvieron que pasar muchas horas, no sin antes haber
recibido una buena dosis de reglazos en las manos, en las piernas.
La Gran Unidad Escolar “Ricardo Palma” fue la escuela donde mi
madre me envió a estudiar después que mi padre la dejó en la miseria,
acostumbrado a las escuelas privadas en mis primeros años de escolaridad, no
fue fácil adaptarme a convivir con muchachos de estratos sociales de clase
modesta en su mayoría. En ese colegio había de todo: serranos, cholos, negros,
selváticos, mestizos, zambos, achinados, sacalaguas, blanquitos y un gringo de
ojos azules de origen alemán, Werner Haissler, con quien hice una férrea
amistad de inmediato.
Colegios de aulas amplias y
ventiladas, jardines inmensos, campo de fútbol y excelentes profesores, las
Grandes Unidades Escolares creadas durante el gobierno del general Odría, eran
en ese entonces colegios que no tenían nada que envidiarle a las escuelas privadas como el Santa María,
Markan, Pestalozzi o Americano Miraflores; por citar sólo algunos. Recuerdo que
el Ricardo Palma contaba con una magnifica biblioteca, donde un señor de edad,
de abundante cabellera canosa, un poco regordete, bigotes gigantescos y algo
rengo, cumplía la función de bibliotecario. Su parecido con el autor de las “Tradiciones Peruanas” era para mí, en
ese entonces, extraordinario. En esa época tenía diez años y no existía para mí
nada más placentero que leer; era un habitual visitador de tan atrayente
biblioteca.
El juego de las canicas y el
fútbol me parecían una forma cojuda de perder el tiempo. Entre esos
divertimentos se pasaban las horas libres y los recreos la mayoría de los
estudiantes. Yo disfrutaba de lo lindo en ese santuario lleno de estantes,
libros, periódicos, revistas, polvo y olor a tabaco (el viejo bibliotecario era
un duro fumador y, por aquel entonces, no había las restricciones que hay ahora).
En esa biblioteca fui una tarde a buscar las Tradiciones de Palma y me encontré con los seis volúmenes editados
por Porras Barrenechea en 1951. Al comienzo se me hizo una confusión esa obra
de ficción elaborada por su autor con intención artística literaria, donde el
humor afloraba por todas sus páginas. Son interminables las horas que pase
leyendo en esa biblioteca donde el rengo bibliotecario me afanaba en todo
momento para que incitara a otros estudiantes de mi edad a asistir a la
biblioteca que siempre estaba escasa de lectores. He leído muchas
aproximaciones a una definición de tradición,
pero prefiero traer a cuento este escrito, aquella que Palma dio a su amigo
Pastor Obligado y José Miguel Oviedo cita en su libro “Genio y figura de
Ricardo Palma”:
“La tradición es romance y no es romance, es
historia y no es historia.
La forma ha de ser ligera y regocijante; la
narración, rápida y humorística… Algo y aún algo de mentira, y tal o cual dosis
de verdad por infinitesimal que sea; mucho de esmero y pulimento en el lenguaje
y cata la receta para hacer tradiciones”
(Oviedo,
op. cit., pp. 154 – 155)
También, José Antonio Bravo ha
acercado el logro de la Tradición al de la Novela. El propio Ricardo Palma
troqueló una magnifica caracterización de la Tradición que da pie al tema:
“Estilo ligero, frase redondeada, sobriedad en las
descripciones, rapidez en el relato, presentación de personajes y caracteres en
un rasgo de pluma, diálogo sencillo a la par que animado, novela en miniaturas,
novela homeopática, por decirlo así”.
|
José de la Riva - Agüero y Osma |
Estas palabras de Palma nos
hacen pensar en la tradición con todos los ingredientes de una novela
histórica, lo cual me trae a la memoria que José de la Riva - Agüero calificó a
Palma de “Walter Scott en pequeño”.
Oigámoslo:
“Hace catorce años, en mi primer libro que cimentó
mi cariñosísima amistad con él, dije que Palma era nuestro “Walter Scott en
pequeño. No me desdigo. Discípulo de Walter Scott fue, lejano si se quiere,
pero indudable, por la inspiración arcaica, la efusión de leyendista
anticuario, la vena juguetona y optimista, y hasta por las leves inexactitudes
de color local y las floridas afectaciones de estilo, que, a fuer de romántico,
a veces se permite. Pero agregaré (porque de otro modo la descripción peca de
incompleta) que si, en nuestra literatura regional peruana, alcanza Palma la
significación que en el pasado siglo obtuvieron en las europeas Walter Scott y
sus imitadores inmediatos, si es un Walter Scott criollo o sea reducido y
abreviado, menos formal y compuesto, y en cambio muchísimo más libre, zumbón y
satírico que el escoces, empapado – rico y complejo mixtión – de españolismo y
volterianismo; es también el Boccaccio del Perú, inferior como artista, sin
duda alguna, al italiano, pero tan vario, picaresco y deleitable narrador como
él; y las “Tradiciones Peruanas” son el
“Decamerón” luminoso y ágil de la antigua Lima”.
(Obras
Completas, Volumen
II, José de la Riva - Agüero; Pontificia Universidad Católica del Perú – 1962;
págs. 381 – 382)
Visto con los ojos de hoy en día,
en que navegamos en un mar turbio en el
que siete millones de peruanos no han terminado la educación primaria y otros
doce millones no han concluido la secundaria, es difícil acercar a los jóvenes
a las “Tradiciones Peruanas” de
Palma, tan llenas de palabras, refranes y modismo en desuso, narraciones
escritas en un lenguaje de otra época que requieren de una dosis de
investigación; todo esto, frente a una multitud de jóvenes en que la paciencia
es una pieza del jurásico y que, debido a la tecnología apabullante, quieren
todo de inmediato, es difícil que Palma cale en esos cerebros acostumbrados a
lo fácil, a la mesa puesta y digerida.
Pero es necesario insistir y
hacer justicia a Palma y a esa monumental creación que son sus “Tradiciones Peruanas”. Invitar a las
nuevas generaciones a una lectura y relectura de esta valiosa obra tal como lo
invocó Georgescu:
“De modo paradójico, ni el extraordinario éxito de
su principal obra, Tradiciones Peruanas, ni la simpatía casi unánime de sus comentaristas no ha impedido, sino,
al contrario, ha alentado el fenómeno de injusta reducción de Ricardo Palma a
lo agradable y a lo miniatural. El escritor ha sido alabado, pero vallado;
admirado, pero encerrado en una como image
d’ Espinal: la del bibliotecario de bigote
cano y sonrisa de abuelo, autor de escenas históricas alertas y pintorescas,
transparentes y brillantes, pero no más. Tul y lentejuelas, como la falda de
Colombina”.
(Paul Alexandru Georgescu, “Lectura moderna de Ricardo Palma”, 1928)
|
José Carlos Mariátegui |
Han pasado noventa y cuatro
años de su muerte y aún las Tradiciones del ilustre tradicionista siguen
generando discusiones y controversias. En el registro de opiniones críticas
quiero referirme a dos de las más importantes: la de José de la Riva - Agüero y
la de José Carlos Mariátegui. En su tesis auroral de 1905, que lleva el título
de “Carácter de la literatura del Perú
independiente”, sostiene Riva - Agüero:
“Palma es el representante más genuino del carácter
peruano, es el escritor representativo de nuestros criollos o posee más que
nadie, el donaire, la chispa, la maliciosa alegría, la fácil y espontanea
gracia de esta tierra.
Ameno, divertido, son los epítetos que al hablar de
él acuden incesantemente a los puntos de la pluma. No es colorista, como no lo
es tampoco la generalidad de nuestros compatriotas. Palma, el maestro
insuperable de las evocaciones coloniales, el que sabe resucitar una época
entera hasta en sus mínimos pormenores, no necesita para ello de la exuberancia
de color y de la prodigalidad de centelleantes descripciones. Es sobrio en lo
pintoresco, sin dejar de ser maravillosamente sugestivo y riquísimo en el
sentimiento histórico y local. Otros dos rasgos de su carácter que se transparentan en cuanto escribe y que
concuerdan con los del carácter nacional: es burlón, irreverente con las
supersticiones más prestigiosas; y es enamoradizo y galante”.
(Obras completas, Volumen I; pág. 177)
Riva - Agüero habla aquí de criollo; cuando haba de criollismo,
notamos que él pinta ambos conceptos con una connotación racial.
Tenía que ser así, por cuanto
él toma los conceptos usados en la Colonia. Citémoslo nuevamente:
“En el último tercio del siglo XVII comienza a
formarse el criollismo, que da color propio a la vida limeña. Los descendientes de los
españoles, nacidos en el país, constituyen clase aparte, con hábitos, ideas y
constitución mental y física diversos de los de los peninsulares. Nace y se
consolida la nobleza criolla titulada. Del cruzamiento de indios, negros y
blancos, resulta la abigarrada plebe de mestizos
y zambos, mulatos y cuarterones. Las
costumbres de los colonos se van diferenciando de las españolas, hasta crear un
real antagonismo entre los criollos y los chapetones. Pero la Independencia todavía está muy remota: nadie piensa en ella
antes de 1780; los blancos criollos no hacen sino divertirse. Padece el indio
en la sierra, padece el negro en el campo, y estos son los lados obscuros de la
Colonia; en cambio la aristocracia, la clase media y el pueblo de las ciudades
viven sin dolores ni preocupaciones, con la imprevisión y la inocente fatuidad
de los niños”.
(op. cit. Págs. 195 – 196)
En la parte correspondiente al
“Proceso de la literatura”, de su polémico libro “7 ensayos de interpretación de la realidad peruana”, el Amauta
afirma:
“Las Tradiciones de Palma tienen, política y socialmente, una filiación democrática.
Palma interpreta al medio pelo. Su burla roe risueñamente el prestigio del
Virreinato y el de la aristocracia. Traduce el mal contento zumbón del demos
criollo. (…) Palma pertenece absolutamente a una mesocracia a la que un
complejo de circunstancias históricas no consistió en transformarse en
burguesía. Como esta clase compósita, como esta clase larvada, Palma guardó un
latente rencor contra la aristocracia antañona y reaccionaria”.
|
Raúl Porras Barrenechea |
Como marginalia final, apunto
las palabras de Porras Barrenechea sobre lo que él considera que es una
tradición:
“La “tradición” es, pues, un pequeño relato que
recoge un episodio histórico significativo, anécdota jovial, lande de amor o de
honra, conflicto amoroso o político en que se vislumbra repentinamente el alma
o las preocupaciones de una época y se recoge intuitivamente, por el arte
sintético de narrador, una imborrable impresión histórica. Es, en este sentido,
más historia que la historia misma.
En dos o tres trazos ligeros aprendemos cual era el
poder del virrey en la Colonia, el temor de la Inquisición o de los piratas, la
gracia de la conseja de la superstición popular, un gesto de Bolívar o de San
Martín. Es la gran historia con la técnica fragmentaria y liviana de un pintor
de azulejos. La intuición histórica antes que la verdad documental, la forma de
narrar breve y concisa, una maestría innata para no extraviarse de los ágiles
linderos de la gracia en la pesadez y extensión de otros géneros y la forma “ligera
y regocijada como unas castañuelas”, salpicada de refranes españoles y limeños
y de guasonadas criollas y andaluzas, forman la esencia de la tradición”.
(Raúl Porras, citado en el prólogo a las “Tradiciones Peruanas”, Biblioteca Peruana; Ediciones Peisa, 1973)
PRIMEROS DÍAS DE CLASE
En
el primer día de clases de la escuela primaria (en cuarto grado), vi a muchos
padres y madres acompañando a sus hijos. Muchos miraban a todos lados
desconcertados, con ganas tremendas de salir corriendo. Recuerdo a una señora
delgada con cara de bruja que colocaba un rosario alrededor del cuello de su
hijo e indicándole que en caso de que algún muchacho quisiera hacerle daño,
colocara de inmediato la cruz del rosario a manera de escudo. A un niño obeso,
su madre le acomodaba en una canastilla unos emparedados, fruta y botellitas de
jugo, vituallas para alimentar a todo un regimiento; por si fuera poco, el
padre le colocaba unas monedas en el bolsillo por si deseaba comprarse algo en
la cafetería.
Ante
todas esas atenciones yo me sentía un bicho raro, mi madre tenía que trabajar y
le hubiera resultado imposible acompañarme, la pobre mujer tenía tres muchachos
que alimentar. Lo que me provocaba risa era la cantidad de besos y caricias que
la mayoría de los niños recibían de sus progenitores, algunos muy crecidos,
evitaban esas exageradas atenciones, otros se hallaban sumidos en un éxtasis
indescriptible. Pero lo que era incuestionable era el ambiente de miedo ante lo
desconocido que reinaba por doquier. No faltaron los lloriqueos y los gimoteos
que me resultaban ridículos. Mi gran preocupación en ese momento era dónde
quedaba la biblioteca que, según mi madre, era inmensa y tenía razón, no tardaría
en conocerla. Me hice amigo del bibliotecario al punto que me permitía llevarme
algunos libros los fines de semana. Por esos días pasaron por mis manos las
obras de London, Conan Doyle, Kepling, Dumas, Wilde y otras delicias. Estoy hablando
de una escuela pública. Hoy los libros y las bibliotecas casi no existen en
esos colegios.
LA NATURALEZA EN LA MEMORIA
Los
recuerdos de mi infancia llegan siempre como una visita inesperada, como una
garúa en un cielo despejado.
Siempre
o casi siempre me veo sólo, como en aquel sueño recurrente en que camino por
unas calles oscuras mirando con curiosidad por las ventanas de las casas a
media luz. También los árboles, álamos, sauces y robles, me recuerdan que la
soledad me enseñó a fijarme en el tiempo, en la belleza de las flores y el
verde de las hojas, a descubrir el mundo diminuto que se movía entre tallos, herbajes
y malezas. ¡Cómo me maravillaban la pasividad de los caracoles, el sigilo de
las arañas con sus telarañas – verdaderas obras de ingeniera -, la laboriosidad
de las hormigas, el vuelo zigzagueante de las coloridas mariposas y la
persistencia de las abejas en el interior de las flores para apoderarse del
polen. Descubrí que el agua también guardaba sus encantos, sobre todo, cuando
armado de la regadera, incursionaba en los jardines exteriores de la casa.
Veía
esos ríos en miniatura que se formaban entre la tierra aromática y generosa. Toda
resistencia era inútil a la llegada de las aguas, estas se abrían paso a como
diera lugar, arrastrando pequeños tallos y hojarasca reseca. Las hormigas eran
las más sufridas cuando sus hormigueros se veían inundados por ese apocalíptico
diluvio universal.
MI PRIMER AMOR
¿En
qué momento dejamos atrás el caballito de madera, el juego de la pelota, las
pistolas de vaqueros y todos esos juguetes que fueron parte de nuestra infancia
y niñez? ¿Qué hizo que se acabara esa magia donde la imaginación nos llevaba a
combatir en grandes guerras provisto de un casco de platico y todo un atuendo
del mismo material que incluía granadas, metralletas, cuchillos y pistolas? La
línea que limita la realidad y la ficción pasa, muchas veces imperceptible para
una gran mayoría. Para mi estuvo muy marcado por la aparición de Martha, una muchachita trigueña, flacucha
y voz fingida. Desde que la vi sentí que se había roto el hilo que unía la
niñez con la frivolidad, con la informalidad, con la irresponsabilidad. Sentí
temor de saber que desde aquel día ya no volvería a ser el mismo. Cuando la
veía, notaba las prietas presillas de un sostén sumamente ajustado que dejaban
poco a la imaginación para deducir el tamaño de esos senos incipientes. Usaba
vestidos tan altos que al desnudo quedaban sus piernas torneadas y
larguiruchas; aun no estaba yo en la edad del despertar sexual como para que me
atrajeran aquellos ornamentos femeninos. Cada vez que la veía pasar a mi lado
sentía tal estremecimiento que tardaba horas en salir de aquella dulce y
profunda sensación. Con el pasar de los días ella se percató de mi turbación, entonces la veía sonreír como un gato que se
siente seguro de tener a su alcance al ratón en el momento que lo disponga. Cuando
en alguna ocasión permanecíamos a poca distancia uno del otro, yo sentía que
ella me observaba, más por curiosidad que por interés. Yo rehuía su mirada como
un ciervo que siente la cercanía de una fiera. Ese sentimiento por esa
chiquilla me atormentó al punto que no sabía si disfrutaba más con esa extraña atracción
o con esa dulce ternura.
A veces quería regresar a los albores de mi niñez con
sus ligerezas y desatenciones, pero me resultaba imposible, me sentía atado a
otra etapa de mi vida en la cual ya no había regreso. Me hallaba subido en un
velero de incertidumbre que naufragaba por los mares tempestuosos de lo que se
llamaba el amor. Todo en mi tranquila existencia había cambiado repentinamente
de una forma tan insólita, hermosa y misteriosa. A medida que mis encuentros
con Martha se hacían más frecuentes, me invadía ese extraño sentimiento donde
la atracción, el temor, las dudas y las esperanzas se fusionaban en un huracán
impredecible. Mi corazón latía tan fuertemente ante su presencia que un día le
dije que la quería. Me dijo que lo pensaría, así me tuvo durante una semana. Luego
me dijo que sí. Entonces caí en la cuenta que yo le había dicho que la quería,
no que fuera mi enamorada. Fue ese mi primer romance amoroso, pueril,
contemplativo, ilusorio, pero no por ello privado de sus dosis de sufrimiento.
REALIDAD Y DESEO
La
realidad circundante me presentaba sensaciones agradables y desagradables.
Las
primeras estaban adheridas a mis deseos; las otras a mi rechazo. Los primeros
se orientaban hacia las muchachas y, por ende, después de ponerle nombre
propio, al amor. De ahí surgen también mis primeras frustraciones, esa forma
dolorosa que me llevaba a sufrir en soledad lo inalcanzable, lo prohibido.
Llegado a lo más profundo de esta insatisfacción, percibí algo que me podía
servir de bálsamo para curar estas heridas: la poesía. En ese mundo de
ensoñaciones y desgracias fueron naciendo mis primeros poemas, todos ellos de
corte elegiaco, cubiertos de una pátina de tragedia donde yo, amante
insatisfecho, era el mártir que soportaba todo el sufrimiento del mundo.
Orillaba en ese entonces los once años; de ahí que de mis primeros escarceos liricos
de ese entonces no haya quedado ni una línea. Cuando recuerdo este hecho tan
pueril, me alegro de haber pasado esa etapa de la vida con tanta intensidad,
con tanta firmeza, con tanto compromiso conmigo mismo. Lo provechoso fue que
poco a poco, creación tras creación, fui saliendo de ese abismo de tinieblas y
amarguras en que mis constantes enamoramientos me habían hundido. Fui
descubriendo que existía lo imposible, la negación a mis deseos, y que esa
situación conflictiva se iba a repetir como algo inherente a todo ser humano.
Pero
algo estaba de mi lado: el haber descubierto en el ejercicio poético una forma
ficticia de llevar a buen puerto mis más internos deseos. Ese fue mi escudo, mi
estandarte, mi mascarón de proa contra futuros desencantos. Así fue y así es
hoy. Esa forma personal de imponer la apariencia la realidad, la fantasía a la
verdad desgarradora, me ha librado de muchos dolores.
CONFESIONES DE UN PEQUEÑO FILÓSOFO QUÍNICO
Un
gran trecho de mi vida (la adolescencia), viví con las necesidades mínimas con
las que puede subsistir un hombre dedicado al arte: un pan, un poco de agua y
su arte. Los libros fueron invadiendo mi habitación, se apilaban en columnas
pegadas a la pared. “Retrato del artista
adolescente” fue mi libro de cabecera en esos duros tiempos de incertidumbre,
frustraciones y decisiones imperiosas. ¡Como extraño esos maravillosos años! Es
esa época en que la pobreza tenía su
recompensa en la libertad de la que se podía disfrutar. Cuando algo me provocaba,
un pedazo de torta, un refresco o un helado, y no tenía dinero, me decía a mí
mismo que sólo un hombre de voluntad férrea podía prescindir de esos placeres
cuando él lo decidiera. Ese razonamiento quínico me hacía sentir bien, es más
me sentía superior al común de los mortales.
No
me movía una doctrina de la pobreza ni algo parecido, era simplemente una forma
de adaptación a mi alicaído estado financiero. También descubrí que cuando disponía
de algún dinero despilfarraba siempre una porción importante. Mi escala de
gastos en esos momentos era: alimentación, pasajes, libros, en ese orden. Estas
reflexiones me sirvieron para librarme de falsos lastres que más adelante me
hacían sentir apuros económicos.
¿Por
qué gastar en un pasaje cuando podía tranquilamente caminar las diez cuadras
que me separaban de mi objetivo. En esos años caminé mucho, siempre
canturreando una balada de amor de moda o una canción de The Beatles.
Desde
niño había disfrutado de placeres gratuitos que nunca perdí en la adolescencia,
así que era frecuente que los pusiera en práctica en esa época: tumbarme sobre
el prado y mirar las nubes buscando en sus curiosas formas rostros, animales y
objetos comunes (una taza, una tetera, un automóvil).
Ver
las puestas del sol; observar el ajetreo de los transeúntes; imaginar lo que
conversaban las personas que se encontraban a pocos metros de mi puesto de
observación, estudiar el comportamiento de los insectos y otras delicias más.
RECUERDOS DE ALLENDE
La
educación que recibí entre mi infancia, mi niñez y mi pubertad está marcada por
mi madre, pero también hay otras enseñanzas que fueron apareciendo cubiertas
por un halo misterioso. De gente extraña escuchaba frases y palabras que me
intrigaban. Las guardaba celosamente en mi memoria, ahí las tenía como un
pequeño tesoro y, en el momento más inesperado, afloraban como un rico
manantial de agua fresca que había estado esperando el momento propicio para brindarme
toda su claridad, su fluidez, esa fuerza superior a la cual me entregaba sin
remilgos. Siempre fui vehemente, curioso insaciable en todo aquello que fuera
aprehender las sensaciones que venían “de
afuera”. Antes de llegar a la escuela primaria los jardines, los árboles,
las nubes, el viento, el trinar de los pájaros ya me habían enseñado muchas
cosas, sobre todo a ver, a mirar, a observar, a reflexionar. También a escuchar
antes que a hablar. Esta forma de ser me hacía ver como un extraño a los ojos
de los demás niños, como un “break”
en desarrollo. Me entretenía más con los animales que con los niños de mi edad;
perros, gatos, pájaros, pollos fueron constituyéndose en parte de mi vida. Los
juegos de los niños me parecían de los más absurdos y aburridos. Jugar a la
pega, a las escondidas, a los vaqueros, a los ladrones y celadores era una pérdida
de tiempo; más aún lo era el juego de
pelota. Hacer muñecos con yeso y papel era uno de mis solitarios
entretenimientos que más placer me daba. Recuerdo con cariño a Cocoplano, lo llamé así porque al
ponerlo a secar al sol se le aplanó la parte trasera de la cabeza. Mi madre lo
recordó siempre y se desternillaba de risa cada vez que afloraba el tema.
Otra
manera de llenar mi existencia la encontraba en ese mundo minúsculo que
conformaban los insectos. Hormigas, caracoles, cochinitos de la humedad, gusanos,
abejas y abejorros despertaban mi fisgoneo insaciable. Las libélulas me
impresionaban con esa peculiar forma de suspenderse en el aire como si fueran
helicópteros. Desenterrar lombrices era otra de mis conquistas; siempre
buscando la más larga, la más gruesa, la más extraña. Me preguntaba cómo podían
vivir bajo la tierra. ¿Qué comían? ¿Cómo respiraban? Mi pequeño Larrouse satisfacía
mi ansia de conocer, de descubrir; en cada página de ese maravilloso libro una
enseñanza, una experiencia, un bocado más para alimentar mi espíritu. La
lectura de “El pájaro azul” de
Maeterlinck me llevó a indagar sobre su vida y así llegué a su “Vida de las
abejas”, su “Vida de las termes”, “La
vida de las hormigas” y “La
inteligencia de las flores” me causaron una gran impresión por la
minuciosidad de sus descripciones, por las hondas reflexiones que el escritor
belga ponía en cada una de sus observaciones.
El
ingreso a la escuela primaria significó cierto desprendimiento de ese mundo
natural que me había educado durante mis primeros años. Allí todo era escuchar
al maestro y reforzar las clases en los libros; luego las tediosas tareas. Las
matemáticas me parecían meros juegos numéricos que no despertaban en nada mi
interés ni mi imaginación, todo era
cálculo: sumar, restar, dividir, multiplicar. Los cursos de Naturaleza, “El
niño y la salud”, Historia y Geografía me complacían por su variedad. Me
solazaba aprendiendo como se formaban las nubes, las lluvias, la nieve; ¿Por
qué se daban las estaciones?, ¿Por qué había noches y días? y toda una gama de
interrogantes que me sirvieron para encontrarle causas y efectos a todo lo que
había observado desde niño.
La
existencia de animales que vivían en selvas, desiertos, montañas y en otros
lugares del mundo era algo que me fascinó. A los siete años llene un cuaderno
de doscientas hojas trascribiendo datos sobre cuantiosos animales; algunos iban
acompañados de una figura con la imagen del animal. Ya mayor, he regresado
muchas veces a este mundo fantástico a través de colecciones que he ido
adquiriendo en gran número. Konrad Lorenz, ese etólogo gigantesco y divertido,
me ha enseñado que el mundo animal es más atractivo e inmaculado que el
tenebroso de los hombres. Recuerdo como si fuera ayer muchos consejos y
apreciaciones de mis primeros maestros de ese entonces.
Aun
hoy me admiro del hecho de poder recordar con precisión quien dijo tal cosa,
cuándo y dónde. Mi buena memoria se ha visto cultivada y fortalecida por mi
asiduidad lectora, de eso no me cabe ninguna duda. A los once o doce años no me
inquietaba por saber que iba a ser de mi vida en la edad adulta; mi pensamiento
estaba muy ocupado en otras cosas que me parecían más cautivantes. Abogado,
ingeniero, contador, médico eran sólo unas cuantas palabras para agregar a mí
ya fluido vocabulario.
Me
fascinaba la astronomía, las clases de geografía del profesor La Rosa o las de
Augusto Benavides Estrada eran muy motivadoras para un inquieto como yo. Fue
por esa época que leí varias biografías de científicos: Einstein, Newton,
Galileo, Copérnico y otros tantos libros que aún conservo en mi biblioteca. A
veces pensaba que lo mío era criar animales en una granja inmensa. También me
atraía la idea de una huerta donde cultivar árboles frutales y plantas
exóticas. Hoy todavía sueño con ese anhelo.
En esos años vivía con mi madre en una casa en las afueras de Lima, que tenía
un amplio jardín. Ahí criaba pollos y gallinas en unos corrales artesanales que
yo mismo construía; también sembraba paltos, nísperos y otros árboles frutales
después de hacer germinar las semillas a la intemperie. Las caiguas, tomates,
lechugas, huacatay y otras plantas que se consumían en casa provenían de mi
pequeño huerto. Un día sembré zapallo y sandia, fue impresionante ver el tamaño
que alcanzaban los frutos. Por esos años conocí el cigarro, esa afición cojuda,
pero placentera de aspirar y botar humo: aún hoy sigo haciéndolo, pero no con
la frecuencia de la adolescencia y juventud. No, porque no lo desee, sino
porque mi salud se resiente demasiado: las campanas tañen siempre y no podemos
cubrirnos las orejas todo el tiempo.
La
lectura llenaba mi existencia la mayor parte del tiempo. Los mitos y las
leyendas me maravillaban con sus universos llenos de espanto, de ánimas, de
monstruos misteriosos que no encontraron cabida permanente en la superficie de
la tierra.
Almas
que lloran amargamente y que cuando deben separarse del cuerpo, descienden a la
tierra como despidiéndose para iniciar su largo recorrido hacia el mundo de
arriba.
Al
igual que en la religión católica, estos seres buscan afanosamente el ansiado
encuentro con sus dioses y seres celestiales para vivir con ellos eternamente.
No es raro que dentro de mis creaciones hayan mitos y leyendas brotadas de una
imaginación inquieta y de una memoria agradecida.
Las
historias míticas me abrieron nuevos espacios creativos que me gustaba plasmar
en el papel.
TIEMPO DE ARENA
Para
Vitaliano y Paula Escudero
Se esparce la arena
como brizna;
húmeda en invierno
ardor en el estío.
En ella juego
con mis manos limpias,
sobre ella corro
con mis pies ligeros.
Arena de huesos calcinados
y piedra dura de otros tiempos,
recuerdo perdurable
que asomas a mis ojos
como tenue brisa.
Mirífica es la voz con que
el viento arrecia
en tus noches de soledad,
dejando entre tus piedras
huellas entre voces perdidas,
cuerpos muertos,
pisadas leves
que al pasar de las
horas se disipan.
Tiempo de arena
en que el alma recorre
tus errantes dunas,
tiempo en que la luna
baña, en blanquecina luz,
la faz profunda de tu entraña
frágil llama
y la de tu pena.
BODEGONES Y MOJITOS
Encuentro
en la biblioteca, entre papeles y polvo milenarios, dos hojas bond amarilladas
por el paso de trece poéticos años.
Son
las dos hojas de Bodegón de los poetas
del portorriqueño José Manuel Solá. La fecha de edición de este número, el 14,
es de junio del 2001.
Estas
cuatro páginas de confidencias, reflexiones,
chismes y notas sobre libros debería llamarse Cuando se pueda, ya que, como dice el gordo Solá, su pasquín es de
irregular publicación. Bodegón de los
poetas más que una revista es una carta personal y general. Me recuerda,
por su economía del papel y salvando las distancias de contenido, La Tortuga ecuestre de Gustavo Armijos.
En este número 14 Sóla hace un pequeño recuento de su paso por Lima en abril
del 2001 conocí al gordo en ese entonces en una reunión que organizó Roberto
Espinoza en su casa de Barranco. Esa noche se cantó, recitó y bebió harto, y de
lo bueno. Hasta ahora es un misterio para mí saber quién se embolsicó las dos
botellas de Cabernet Sauvignón que llevé para beber esa noche. Carlos Orellano
preparó unos mojitos, Pepe Vargas tocó
el piano con el entusiasmo de un músico de bar del lejano oeste apurado por las
balas de algún forajido. Leí algunos poemas de Alberto Valcárcel (“Cantares de Maruja Acuña”, “Vuelco a
pasos” y unos pasajes de “Flauta traversa u Rosalina en Verona”); Alberto,
tan caballeroso y fraternal como siempre, me devolvió la deferencia leyendo
algunos poemas míos de “Contracanto”
y “Las malas conciencias”.
Estephanía, la esposa de Alberto Espinoza, nos obsequió con unos valses al
piano en honor a José Manuel, que pasaba su última noche en Lima, pues, partía
a Puerto Rico en la madrugada…
Carlos
Orellano seguía repartiendo mojitos como
quien reparte volantes de propaganda. No podía faltar, entre tanto mojito, las deliciosas décimas de Germán
Súnico, digno heredero del maestro Nicomedes Santa Cruz.
Dice
José Manuel en este número de Bodegón...
“Converso en un aparte con Guillermo Delgado, que me entregó varios libros
suyos y brindé a su salud con pisco”. El poco espacio lo hace omitir el
contenido de nuestra conversación que fue extensa.
Alejados
un poco de los tumbadores mojitos que
Carlos Orellano seguía repartiendo con un entusiasmo cada vez mayor, le conté
algunas anécdotas de Luis Alberto Sánchez en Puerto Rico. Solá lo había leído
poco, pero tenía un gran interés por conocer su obra, ya que Sánchez había
estado varias veces en la isla, donde incluso había ejercido la docencia. Le
dije que ya en esa época, 1952, Luis Alberto se hallaba cercado por el
galopante debilitamiento de la vista que a la postre lo llevaría a la ceguera. Le
conté esa curiosa anécdota que contaba Luis Alberto sobre la experiencia el
paso de un fuerte huracán. “Todo eso y
mucho más lo cuenta en su Testimonio
Personal”, le dije a Solá.
Lamentó
no tener ya tiempo para ubicar los 6 volúmenes editados por Mosca Azul, ese conjunto de imágenes,
juicios, impresiones y retratos que Sánchez rememora con suma espontaneidad. En
un momento de la conversación se nos unió Alberto Valcárcel calentando un
mojito en la mano. Me lo terminé bebiendo yo, pues, Alberto casi no bebía.
Hablamos de su libro “Cantares de Maruja
Acuña”, uno de los libros más bellos de Alberto Valcárcel, poeta que no ha
merecido de nuestra “Crítica entendida”
el reconocimiento que merece. He aquí uno de sus poemas que más me fascina:
NO
CON AZÚCAR CREO
Amor
te pido
y
tu
amor
me envías
cuando
de amor
padezco
tanto
pues
mi corazón
se
moja en cuanto
amor
te pido
que
amor pronuncias.
Lejana
o cerca
amor
me cantas
naturaleza
amada
que
amante
amor
regalas
el
que de amor
se
muere
o
caminando pena
de
amor
sin
presentirlo
envuelto.
Los
celos literarios, las mezquindades y bajezas que aderezan malsanamente la
literatura, la contingencia literaria, los embustes literarios y las
desavenencias, han prevalecido sobre los acicates humanos. Este enanismo se ha
dado siempre en todas las épocas y en todas las literaturas. El ser humano no
se halla exento de estas pequeñeces. Pedro Salinas, el autor de “La voz a ti debida”, “Razón de amor” y
“El desnudo impecable”, fue punto de
mofa por parte de Juan Ramón Jiménez. Los celos y el despecho hacia la
creciente fama de Salinas, llevo a Juan Ramón, quien detestaba al poeta de “Poesía Junta” a mofarse de él en
público. Vayamos al cuento. Un día, tratando de referirse a Salinas, dijo Juan
Ramón, con el intencionado titubeo que
solía usar cuando quería mostrarse desmemoriado: “El poeta o versista a que me
estoy refiriendo es uno que ha escrito un libro titulado... esperen ustedes...
que se titula... vean, a ver si recuerdo... ah sí, que se titula “Poesía
Reunida”, o “Poesía amontonada...” se refería, es evidente, a “Poesía junta”. Cuesta creer que el
hombre que cantó con tanta dulzura la prosa de “Platero y yo”, que cantó tan muellemente los versos de “Estío” y “Arias lejanas”, sea capaz, llevado por la pasión malsana, de decir
esas palabras sobre Salinas.
EXTRAÑA NATURALEZA LA DEL HOMBRE
En
su libro “De la naturaleza de los dioses”, Cicerón manifiesta que… “Si los
dioses dieron a los hombres la razón, hemos de creer que también le dieron la
malicia, que no es otra cosa que una astuta y falaz razón para hacer daño”. De esta reflexión concluimos que
siempre estaremos sujetos a los reproches y a las maledicencias gratuitas e
injustificadas de aquellos que toman un logro nuestro como algo que los ofende,
los disminuye, algo que, según ellos, atenta contra la equidad. Obtusos de entendimiento
a causa de los celos, a los envidiosos no hay más que mirarlos fijamente a los
ojos durante unos segundos para darnos cuenta cómo surge dentro de ellos el
fantasma inquieto de la pelusa. La envidia aflora como una baba pegajosa que
los va cubriendo hasta ahogarlos en sus más profundas frustraciones. Si
publicamos un buen libro, se pasaran las noches tratando de encontrarle algún
defecto, si no es así, inventarán algo que desmerezca la obra. Y si aún eso no
es posible, siempre queda el camino de la indiferencia, del silencio, de la
sepultura sin epitafio y sin cruz. Los más astutos en el arte de la insidia,
hablarán de plagio, de falta de originalidad y de otros infundios más que guardan
con recelo en sus espíritus mediocres, para cuando lo amerite la ocasión. Otra
forma de arremeter contra la obra de un autor es atacando su vida privada.
Desde ladrón hasta cachudo, pasando por maricón y alcahuete, son algunos de los
ucases preferidos por estos prebostes de lenguaraces; el anonimato de la página
infame los pone a buen recaudo de sus víctimas. Aquí buscan el efecto del
rebote. “Golpea aquí y algo llegará allá” es su máxima preferida.
Si
no asistimos a una presentación, conferencia, mesa redonda a la cual se nos ha
invitado, nos acusarán de soberbia, de sobrevaloración. A mí particularmente me
aterran este tipo de actividades; la mayoría de estos eventos no pasan de ser
lugares comunes, repeticiones de lo mismo, superficialidad e improvisación de
alto nivel, falta de seriedad y academicismo en las llamadas “Conferencias
magistrales”, “repartición de flores” y “cohetes” a granel, en suma, un cúmulo
de deficiencias que resultan innumerables. Soy un insociable acérrimo a quien
le cuesta mucho relacionarse con otros; más aún cuando nuestro Parnaso
literario está lleno de esnobistas, poseros, fanfarrones, arrogantes, farrucos
y chulapos. Pero lo más importante, y lo digo con toda honestidad, no creo que
con mi ausencia se estén privando de algo importante para los fines que buscan.
Mis hábitos a lo largo de mi vida han sufrido cambios mínimos, algunos
permanecen inalterables.
Sigo
deleitándome con el mundo colorido de la naturaleza. Las plantas y las flores
(tan escasos en este mundo moderno de acero y concreto), siguen regocijándome.
Los
animales de todo tipo continúan impresionándome con su variedad y
comportamiento; puede pasarme horas observando a los insectos tal como lo hacía
de niño en los jardines de las casas en que me tocó vivir. Mi mundo de ensueños
y fantasía, de divagaciones y reflexiones me sigue perteneciendo y lo cuido con
esmero. Hay mucho de mi espíritu infantil que no se ha ido de mí; resistiéndose
al paso del tiempo conservo muchas usanzas. Ese niño de otrora aflora siempre cuando
me encuentro solo entre mis libros o entre mis muertos idos y queridos. Cada
vez que siento la aspereza de ese mundo hostil que el hombre ha creado para sí
con tanto esmero, ese mundo de guerras fratricidas e intolerancia, ese mundo de
chatura cultural y contaminación galopante, me queda mi mundo personal,
inmaculado, ese que nada ni nadie ha podido perturbar. Ese ámbito donde las
dudas y las sombras no han podido penetrar, me sirve de refugio cuando el “exterior de la casa” se hace
irrespirable. Ahí me reencuentro con un mundo sin obstáculos, de libertad
plena, un ambiente amable y dulce. Ya de niño practicaba esta forma de “evadir”
el mundo hostil y conflictivo propio de los adultos. En el jardín o en el
corral de las aves pasaba horas interminables fantaseando: de libertador de
esclavos pasaba a ser un conquistador de pueblos imaginarios; de liberador de
alguna princesa apresada por una bruja perversa a ser un pirata que robaba a
los barcos ladrones para entregar mi botín a los desposeídos.
Las
lecturas de Stevenson, London, Salgari, Goethe, Víctor Hugo, Scott, Chateaubriand
o Dumas calaron hondo en mi imaginación, convirtiéndome en un defensor de las
causas justas. Todo un Quijote. Estas actitudes que parecen pueriles han
fortalecido mi espíritu adulto. Venero la gratitud y la justicia. Jamás un
logro económico o intelectual ha modificado mi esencia, la cual está sustentada
en la convicción de que las cosas terrenas son sólo eso, pasajeras, meras
manifestaciones circunstanciales que logran cubrirnos de una pátina de grata
ilusión que nos hace sentir bien algunos momentos, pero que, disipados los
efluvios del placer, retornamos de nuevo a nuestro estado natural de
desolación, angustia e incertidumbre. El paso de los años me ha hecho sopesar
lo sustancial de lo superficial de la vida. En lo sustancial, el
descubrimiento, más importante estuvo marcado por el libro. La primera vez que
reparé en aquel objeto maravilloso fue en la mesa de noche de mi madre. Ahí tenía
un libro de pastas marrones donde se leía en letras doradas “Obras completas”
de Rómulo Gallegos. La editorial era Aguilar, de España. Todas las tardes,
antes de hacer su siesta y mientras fumaba su acostumbrado cigarrillo, leía una
buena cantidad de aquellas delgadas y finas páginas conocidas como hoja de Biblia. No leí a Gallegos hasta
entrada la secundaria. “Oro negro”, “Cantaclaro”, “Canaima” y “Doña Bárbara”, me iniciaron en un
conocimiento profundo de la realidad socio – económica y política de América Latina.
La ficción se apoderaba de la historia y ofrecía unos relatos fascinantes para
un jovencito de mi edad.
El
libro de mi madre estaba firmado por el escritor venezolano, dedicado
seguramente a algún desconocido.
Esa
joya la conservé hasta los veinte años aproximadamente; un día desapareció para
siempre. Me dolió su pérdida porque con él se fue parte de mi niñez. La vida me
ha enseñado que algún misterio encierran esas desapariciones. Sólo me quedó un
doloroso y amargo Farewell.
EL MUNDO DE HOY
De
niño acostumbraba jugar solo. Podía pasar horas entretenido sin necesitar
compañía de nadie. ¿A qué se debía esto? A que en mi imaginación podía
convertirme en el personaje que yo quería. Para mí era una forma de mirarme a
mí mismo. Como si fuera otra persona a quien yo miraba y que a la vez me sentía
observando. Cuando terminaban mis horas de juego me sentía reconfortado y despejado.
Volvía de un mundo de ensueños para entrar en otro: la magia de los libros;
esos vehículos que nos transportan a otros lugares y en diferentes tiempos. A
veces los adultos y otros niños mayores pensaban que yo estaba medio loco. Sus
comentarios me afectaban al comienzo, luego caí en la cuenta que yo lograba
hacer lo que quizá ellos no: distanciarme de mí mismo para ver cómo me veía,
para darme cuenta de lo que sentía. Mis respuestas a estas interrogantes me
resultaban satisfactorias. Al diablo con lo que pensaban que yo era anormal.
Esta
forma de ser me permitió también “ver” a los otros: a los niños de mi edad, con
sus fantasías comunes de la niñez, sus razonamientos superficiales, y a los
adultos, con sus frustraciones e infidelidades que no podían ocultar. Viendo
estos hechos con los ojos de hoy, me doy cuenta que algo de la psicología
freudiana según la cual lo que nos sucede de niños da forma a nuestro carácter
y personalidad, y gobierna básicamente la totalidad de nuestra vida, se ha
cumplido en mí.
Sigo
siendo más solitario que un leopardo, puedo pasarme los días en la soledad más
absoluta, sin la menor necesidad de ver a nadie, por el contrario, la presencia
de otro ser humano me asfixia, me incomoda, me atosiga, me hace infeliz. Cuando
estoy en lugares públicos, por motivos de trabajo mayormente, me vacuno contra
el ruido, la vocinglera, la multitud mi oclofobia es tremebunda. No siempre
logro mi objetivo. Hace pocos días concurrí al aniversario de una escuela. Todo
marchó bien hasta que comenzó la música. Si a ese ruido infernal que salía de
unos parlantes del tamaño de una casa se le puede llamar música, entonces soy
un anacrónico que no se ha puesto al día con la modernidad, con la gente de
ahora, que bailan como autómatas mientras los altos decibeles hacen papilla sus
oídos y neuronas. Este es el mundo de hoy, un mundo tan distante del que me
tocó vivir de niño. Recuerdo con gran precisión como las compras del mercado
eran para muchas madres una tarea rutinaria y tediosa. Hoy ese “castigo” ha
desaparecido, gracias a los centros comerciales donde se mezclan los negocios
con el placer.
El
concepto de centro comercial no es nuevo. En muchos aspectos se asemeja a los
bazares a los que la gente acude no solo a comprar sino para reunirse con sus amistades
para charlar. A mediados del siglo XIX, Aristide Boucicaut, un comerciante
abrió unos grandes almacenes, donde se expedían diferentes artículos que iban
desde botones y peines, hasta telas y ropa para infantes. Este prototipo de
tienda se extendió como una incontenible epidemia por países de Europa y
Estados Unidos. De este tipo de tienda a la idea de colocar enormes economatos
y locales especializados en forma colectiva dio lugar a los ahora famosos
locales comerciales quizá el atractivo principal de estos complejos es que los
consumidores se sientan a gusto y, para lograrlo, estos lugares cuentan con
restaurantes y expendios de comida chatarra, heladerías o pastelerías que
mantienen felices y satisfechos a los compradores que se olvidan de otras obligaciones
y permanecen en esa especie de feria de atracciones.
Aquí,
los deseos de los clientes por las mercancías que se exhiben en los escaparates
como un “país de las maravillas”, se
transforman en compras en un santiamén. Ahí
está la publicidad, ese “monstruo
encantador” que dirige sus ojos, fundamentalmente, a mujeres y niños. Para
aumentar el consumismo, estos centros comerciales cuentan con actividades
recreativas para jóvenes, cines, guarderías, salas de videojuegos y toda una
serie de tentaciones de consumo y derroche.
EL PROPIO SENTIDO
Leo
en el “Bhagavad – Gita” que “la
generalidad de la gente siempre requiere de un líder que pueda enseñarle por
medio de su comportamiento en la práctica” y que “aquel que desee perfeccionarse, debe seguir las reglas que sirven se
pauta tal como las practican los grandes maestros” y también que “al rey o al primer mandatario de un Estado,
al padre y al maestro de escuela, se los considera lideres naturales del
inocente hombre común. Todos esos líderes naturales tienen una gran
responsabilidad para con sus dependientes, por lo cual deben estar bien
versados en libros modelos de códigos morales y espirituales” (capitulo tres, texto 21). Lo dicho me parece interesante y estimulante, pero al
pensar en líderes políticos como
Fujimori, García, Toledo y Humala o en líderes
de opinión como Vargas Llosa, todas estas normas de conducta me parecen
vacías, sin sentido alguno. No me refiero al contenido del “Gita” texto sagrado que respeto y el cual leo y releo
constantemente desde que llegó a mis manos en la adolescencia, y del cual he
aprendido muchas cosas sabias, más diría yo, que de la Biblia, el Talmud, El Corán y otros textos sagrados de los
que me alimento espiritualmente. Yo, particularmente, creo en la obstinación como una virtud que, como
dice Hermann Hesse, obedece al propio
sentido. Hesse ha sido y sigue siendo uno de mis maestros a quien guardo
gran veneración y respeto. Siempre fui obstinado, desde niño; los
enfrentamientos con mi madre desde la niñez fueron innumerables. Me negaba a
obedecer sus órdenes que consideraba arbitrarias; aquellas en donde no se tenía
en cuenta mi opinión o mi criterio encajaban en esa calificación.
Ir
a visitar a alguien donde no me sentía a gusto; no dejarme permanecer solo en
casa leyendo o jugando y otras cosas parecidas eran los atropellos más
frecuentes. Mi madre murió a los ochenta años y no creo que hayamos compartido
juntos más de diez. La vida para nosotros se nos presentó así, a contramano.
Hubiera deseado que el destino nos hubiera dado la sabiduría mutua para
llevarnos por el camino de la comprensión, la tolerancia, el amor inefable y la
mutua amistad.
Pero
no fue así, creo que ahora en que ella
se encuentra en ese mundo inmarcesible y sempiterno de los muertos, debe pensar
como yo, que la madre y los hijos no son más que compañeros de viaje y que
muchas cosas, sobre todo los sentimientos más profundos, no se expresan con
palabras sino con la mirada, esa mirada que parece un canto perpetuo al amor,
de la cual ella y yo tuvimos muchas.
LA VERDAD IRREAL
Cuando
mi madre me contaba historias – yo era un niño de cuatro o cinco años – me
quedaba extasiado por esas narraciones de hadas, brujos, reyes, príncipes,
dragones, gnomos y tantos seres que salían de labios de mi madre a vivir
libremente sus dichas y desdichas, sus aventuras y desventuras que mi
imaginación se enriquecía día a día considerablemente. Inconscientemente quizá,
yo quedaba mudo desde el comienzo hasta el final de la historia, como una forma
de respeto a esa voz que emergía de las profundidades de ese mundo mágico y
maravilloso, de ese mundo rebosante y regurgitante de vida. A veces los oyentes, donde se incluían algunos niños
vecinos de mi edad, otros algunas veces mayores, interrumpían a mi madre con preguntas
que me incomodaban, pues, me “sacaban”, por así decirlo, de ese ensimismamiento
en que solía caer. ¿Y por qué el rey era egoísta? ¿Y por qué la princesa no se escapaba con el príncipe? ¿Por qué las
brujas son malas? ¿Y vuelan las brujas
en escoba como dicen las abuelas? Toda una retahíla de preguntas que le
quitaban a la historia la continuidad que toda narración, real o ficticia,
necesita para convencer al oyente de que lo que se escucha es real, de que en
verdad ha sucedido alguna vez. Estos interruptos eran no sólo inoportunos sino
desesperantes. Mi madre, sabia y paciente, permanecía en silencio, sin
contestar a ninguna interrogante; luego de una pausa, continuaba su relato como
si nada hubiera sucedido. Un día, quizá contagiado por esos impertinentes,
también yo solté una pregunta acerca de la historia que me contaba. Estábamos
solos, ella y yo. Me miró fijamente desde sus ojos azules, esos sueños de
embrujo que adornaban su rostro albino y, con voz melodiosa me dijo: no me preguntes y no te engañaré. Y
continuó su relato.
Pasaron
muchos años para que me diera cuenta del significado de esas palabras. Una
historia es una verdad irreal, por más hechos verídicos que contenga. Nunca la
narración podrá ser fiel a los hechos sucedidos, siempre el que narra cambiará,
por exageración u omisión, algún hecho de lo acontecido, pero eso no le quita a
la historia lo más importante que toda historia tiene: su esencia. Una historia
contada, por más fantasiosa que sea, es un “verdad” que ya existe como tal, y,
si nosotros interrumpimos la narración, quien relata se verá obligado a
inventar algo que no está en la historia y, por ende, deberá mentir. Es como
cuando vamos por una carretera en verano, con un sol ardiente que a la
distancia nos hace visualizar una calzada húmeda; tal humedad como tal no existe,
es un espejismo, pero el espejismo si existe. En el caso en cuestión, la
historia contada seria el espejismo. Con mis alumnos en la escuela o en el
colegio me sucede muchas veces algo similar. Muchos estudiantes no están
acostumbrados a escuchar e interrumpen las historias que les cuento con
preguntas que hacen que el relato vaya por caminos que no estaban previstos o,
lo que es peor, que la atención y el interés por lo contado se disipe. La
solución a esto es advertir al estudiante que una vez comenzada la historia,
nadie puede interrumpir. Nunca falta algún desorejado que hace caso omiso a la
advertencia. En ese caso hago lo que hacía mi madre, permanezco unos segundos
en silencio y luego continúo mi relato, porque como dicen los ingleses, show must go on.
TE AMARÉ ETERNAMENTE
A
los once años descubrí que el amor era algo más que un sentimiento: una
enfermedad crónica cuyos rezagos, después de pasado el temporal, dejaba tras de
sí muchos padecimientos, martirios y, la mayoría de las veces, un largo
abatimiento. Después de ese complejo sentimiento, la tranquilidad del espíritu
terminaba hecha jirones, el cuerpo amojamado y – la sociabilidad – arisca y
endurecida.
Mi
primer tropezón fue con una
muchachita de mi edad, se llamaba como mi madre, Marta, era pisciana como yo, y
había nacido un seis de marzo, el mismo día que mi hermano menor. ¡Vaya
coincidencia! Ella se convirtió en la primera tempestad de mi vida, mi primer
amor pueril tormentoso. De tez morena y
ojos grandes como ciruelas, logró que en mi interior se agitaran fuerzas
desconocidas, asombrosas y melodiosas. Viví sensaciones inolvidables que hoy,
transcurridos cincuenta años, vuelvo a sentirlas con sus afectos y sus querencias.
Nuestra relación fue graciosa, si cabe el calificativo, con sus marchas y
contramarchas; ella pasaba por mi casa, siempre acompañada de uno de sus
hermanos, tres pelmazos menores que ella. Nuestro ritual se limitaba a un
breve, pero cálido y coqueto saludo: ¡Buenas
noches!, decía yo. ¡Buenas noches!,
respondía ella con esa vocecilla cuyo timbre de voz atiplada aparece como un
fantasma cada vez que la recuerdo. A los pocos minutos pasaba de regreso y el
¡Buenas noches! se repetía, ahora más casquivano y musical. Esta extraña cita
acontecía de lunes a viernes. El viento vespertino se hacía recio y azotaba los
álamos de la avenida haciéndolos crujir y rechinar a su paso, pero yo, fiel a
mi cita, permanecía firme con mi manguera en ristre, regando el jardín exterior
de mi casa. Antes de cada encuentro me invadía una ansiedad dulce e
inadmisible, hecha de sentimientos encontrados que iban desde un eufórico
regocijo hasta una agobiante desesperanza. En esos momentos sentía el deseo de
elevarme como un globo y alcanzar el cielo nocturno hasta donde centelleaban
las estrellas y perderme entre ellas para siempre. Con que ansias esperaba esa
sonrisa que, su boca finamente perfilada, esbozaba en cada saludo. Rememoro su
andar elástico y acompasado con aires de gran dama; su cabello, levemente
ondulado y corto que dejaba ver un fino cuello, siempre lucía bien peinado. Era
delgada, de cuerpo bien delineado y largas piernas como juncos. Veía a través
de sus ojos pardos un alma pura y transparente; sentía que su mirada me
pertenecía y tenía la seguridad que mi pensamiento abstraído alcanzaba esas
profundidades de su espíritu donde nadie podía llegar. Yo y nadie más que yo
era dueño de su diminuta boca, de sus ojos vivaces y brillantes, de mirada
dulce y romántica. Por ese entonces ya escribía poesía, mejor dicho, llenaba
cuartillas con insipientes versos donde cantaba a mi heroína con la pasión de un caballero medieval. Este romance
apasionado de días, semanas y meses de soledad y enamoramiento, encerraban en
su esencia – paradójicamente – una excitante alegría y una profunda tristeza.
Estoy
convencido que esos breves encuentros eran provocados por ambas partes: ella
buscaba afanosamente salir de su casa por cualquier motivo a esa hora; yo, en
tanto, salía con la regadera a humedecer el jardín. Mi madre solía decirme:
“¡Vas a pudrir las plantas mojándolas todos los días!”; me importaban un comino
las plantas en ese torbellino de amor e ilusiones en que me encontraba. No
tenía otra justificación a mis apariciones vespertinas.
Cuando
la triquiñuela de manguera me fallaba, siempre me quedaba la alternativa de
observarla desde una ventana cuya celosía corría con gran precisión para evitar
que descubriera mis indiscretas incursiones. Ahí me percaté que la Martita
atisbaba el frontis de soslayo. Hoy, que ha transcurrido medio siglo, me place
recordar aquel warma kuyay tan
intenso y placentero, tan triste y doloroso por las frustraciones y desencantos
que conllevaba una relación a tan tierna edad, donde las partes involucradas no
poseen decisión alguna en sus acciones y deben limitarse, como hojas secas
elevadas por la corriente de un río, a observar el transcurrir de los
acontecimientos. La negra desesperanza de ese enamoramiento sin pie ni cabeza
me sumergía en un profundo desasosiego, encadenado a un destino más allá de un
dolor y una pena inconmensurable; más el recuerdo de su inquietante figura, sus
ojos vivaces y provocativos, me regresaba de mis lejanos pensamientos y mi
corazón volvía a latir por ella aunque atravesado por una leve angustia, una
efímera y punzante conmoción de añoranza y contrición. Así, en esta atmósfera grisácea, fueron sucediéndose los días y las noches, como sumergido en la
inquietud de un mar de olas eternas, roncas y borrascosas. No creo que la pequeña
Marta hubiese magnificado sus sentimientos hacia mí como lo había hecho yo. Yo
era un gran lector, eso me otorgaba un grado de madurez reflexiva muy por
encima de un chiquillo de mi edad, y eso en el amor tiene sus ventajas y
desventajas; uno se tomas muy en serio las cosas, por lo que las adversidades
se sienten con mayor fuerza.
En
una edad en la que se debería vivir con sosiego, entre juegos, en paz y armonía
con Dios y con el mundo, yo vivía perturbado por la muelle fruslería de una
relación banal e inútil. Mis noches eran intranquilas, deshecho muchas veces en
un mar de lágrimas, atacado en mis sueños nocturnos por imágenes apacibles,
desconsoladas y pesarosas. Racionalizaba mucho mi situación, le daba suma
importancia a lo trivial y mis proyecciones hacia el futuro, como buen soñador
y romántico, no encontraban límites. Ya pensaba hasta en los hijos que
vendrían. La pequeña Marta le confesó a una amiga que algún día se casaría
conmigo y que llegaríamos a tener cinco hijos.
Sólo
le faltó buscar los nombres, la chiquilla no se andaba con estrecheces. Aquella
indiscreción llegó a mis oídos y a través de una carta que, emocionado por los
hijos futuros, le escribía a ella vía uno de sus hermanos que me servía de
tercero, a su mamá. El mocoso olvidó entregar la carta y ésta quedó en los
bolsillos de su pantalón. Allí la
encontró la cucufata, gazmoña y pacata mujer quien, escandalizada y ofendida,
fue a darle las quejas a mi madre. Yo me encontraba ese día en casa cuando
llegó la puritana y enfurecida mujer y escuché la conversación. Mi madre se
mostró solidaria y comprensiva, por lo que se comprometió a tomar las medidas
necesarias: entre ellas, una severa reprimenda y un enclaustramiento temporal.
Me quedé aterrado. Adiós los ¡Buenas
noches! de sonsonete y retintín que tanta dicha me habían dado. No bien la
mujer abandonó la casa y la puerta se hubo cerrado, mi madre estalló en
carcajadas mientras yo pensaba que se había vuelto loca.
En
cada oportunidad que encontraba, narraba a sus amigas lo de los cinco nietos
que su precoz hijo le iba a dar. Yo me sonrojaba y dibujaba una sonrisa
estúpida mientras las amigas me frotaban el cabello o me pellizcaban
tiernamente las mejillas con mirada picara.
El
amor es como el agua que persevera para penetrar en la piedra, no se detiene
ante nada. Nuestros encuentros clandestinos no pasaron de unos labios que se
encontraban tímidamente (ninguno de los dos sabía besar). Pasó el tiempo, me
mudé y la distancia nos alejó. Seguí el camino que debía seguir, con
vacilación, algo extraviado por esa vivencia amorosa tan intensa y dolorosa.
Salí de mi sueño bruscamente. Nos reencontramos sentimentalmente después de
tres años. Ya habíamos experimentado, cada uno por su lado, fugaces amoríos.
Estuvimos un año, semiclandestinos, hasta que su madre intervino y se dio una
inevitable ruptura. Yo me refugie en mis lecturas. Los chismes y las
maledicencias viajan a gran velocidad y penetran por los más discretos
intersticios.
Me
enteré que estuvo con un muchacho y luego con otro; todo ello en un lapso de un
año. Cuando se vende la honra una vez se termina de casero del diablo. Los
seres que entienden solo de tinieblas solo perciben la luz a pontocones. Un día
que recuerdo con suma viveza y claridad, se me presentó ante mí; me quedé
boquiabierto. Estaba en la biblioteca de la municipalidad de Lince leyendo una
biografía de Donatello. Me llenó de
palabras, promesas y contriciones. Yo escuchaba su voz con devoción, toda vía
despertaba en mí ese viejo Warma kuyay. Hablamos y hablamos durante largas
horas, cuando se marchó me hizo prometer que todo seguiría como antes y que
iría a verla. No cumplí mi promesa. Me acorde de esos versos de Juan Ramón
Jiménez que tan bien se ajustaban para la ocasión:
NADA
A
tu abandono opongo la elevada
torre
de mi divino pensamiento;
subido
a ella, el corazón sangriento
verá
la mar, por él empurpurada.
Fabricaré
en mi sombra la alborada,
mi
lira guardaré del vano viento,
buscaré
en mis entrañas mi sustento...
Mas
¡ay!, ¿y si esta paz no fuera nada?
¡Nada,
sí, nada, nada!... – O que cayera
mi
corazón al agua, y de este modo
fuese
el mundo un castillo hueco y frío... –
Que
tú eres tú, la humana primavera,
la
tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡todo!,
...
¡y soy yo sólo el pensamiento mío!
Habían
pasado los años duros y grisáceos y mi espíritu, que gozaba de un placentero
reposo, se negaba a sufrir otra embestida. Ya tenía, a mis quince años, un
futuro planificado que se extendía por un camino diáfano y rutilante donde no
había cabida para dos y, aún menos, para ella.
Sufrí
mucho por esa niña, pero fui feliz. Hago mío ese verso de Heine a manera de
epitafio de esta pueril confesión: Te amaré
eternamente… y después.
RETRATO
DEL ARTISTA TONIO KRÖGER
Leí “Tonio Kröger” de Mann a los dieciocho
años, entre días de desaliento y el opresor verano. Acostumbrado al dialogo
interior, me era intolerable la visión de los jóvenes de mi edad llenando sus
vidas de conversaciones estériles donde el fútbol ocupaba un lugar preferencial.
Yo prefería la soledad de la lectura, más todavía, en que me hallaba sumido en
una lucha por encontrarme un camino en la literatura, donde me invadía un gran
desaliento, por sentirme un insatisfecho, un fracasado, un anormal codeándose
día a día entre gente “normal”. No
creo que exista una línea que sirva de frontera entre lo afectado y lo sano en
la diversa taxonomía de los trastornos psiquiátricos.
La
psiquiatría moderna nos ha quitado la venda de los ojos y nos enfrenta a una
realidad que golpea nuestra soberbia: si existe una línea divisoria ésta es muy
frágil, de ahí que existan “fracciones
normales” en la configuración cognitiva del enfermo mental y “fracciones anormales” en la
configuración cognitiva del ser humano normal. Tonio se enamora de la hija de
un médico, la rubia Ingeborg Holm, cuya imagen quedó grabada en su interior,
con su pelo trenzado, espeso y rubio, con sus ojos rasgados, sonrientes y
azules, con aquella nariz chata cubierta de pecas. La muchacha no le
corresponde y este hecho hace que se sienta un fracasado. Tonio abandona Lübeck
(ciudad natal de Mann) y viaja a Munich, donde adquiere cierta celebridad, pero
sigue con su inquietud juvenil. ¿Se siente atormentado por este problema?
¿Puede el artista, un verdadero artista y
no un emborronador de cuartillas, vivir y sentir como una persona normal, honrada,
es decir, provista de aquella honradez corriente que ya en los primeros años
del siglo XIX empezaba a llamarse burguesa?
A Lisaveta Ivanovna, amiga suya y confidente, le manifiesta:
“La literatura lo es todo menos una profesión… es una
maldición. ¿Cuándo empieza a hacerse sentir esta maldición? Pronto,
terriblemente pronto.
… Uno empieza por sentirse marcado, a encontrarse en
enigmática oposición con los demás hombres, los normales, los bien ordenados;
un abismo de ironía, incredulidad y oposición, de ideas y sentimientos, se abre
a tus pies, separándote cada vez más del resto de los mortales, uno se
encuentra solo, a partir de entonces, ya no existe comprensión entre él y el
mundo. ¡Qué suerte ésa! ¡Suponiendo que en el corazón quede suficiente vida y
sensibilidad para experimentar todo lo terrible de esta separación! Tu amor
propio se subleva al sentir tu frente señalada entre miles de hombres y darte
cuenta de que a nadie le pasa por alto…
No se precisa demasiada sagacidad para descubrir entre la multitud a un
artista auténtico, no a uno de esos cuya profesión civil es el arte, sino a un
artista predestinado y condenado a serlo. La sensación de estar separado, de
estar desvinculado, de ser desconocido y pasar inadvertido se pinta en su
rostro como algo que le infunde majestad y a la vez tentación. Algo parecido
puede observarse en las facciones de un príncipe que se mezcla entre la
multitud vestido de paisano. ¡Pero para los artistas de nada vale vestirse de
paisano… disfrácese, enmascárese, vístase como un agregado diplomático o como
un oficial de la guardia imperial con permiso: apenas necesitaría levantar los
ojos y pronunciar una sola palabra, para que todo el mundo supiera que usted no
es un ser humano sino, un ser extraño, chocante, distinto…!
La
honda discordia que lo aqueja, la oposición entre las exigencias del artista
moderno que debe sobre pasar de cierta manera lo “humano, demasiado humano”
como diría Nietzsche y la honestidad tradicional que forma parte del canon de
vida establecido. Pero el artista que hay en Tonio Kröger, logra vencer esta
contrariedad por la fuerza del arte mismo que anida en él desde sus primeros
años. Novela ésta de Mann que guarda cierta relación con el “Retrato del artista adolescente” de
Joyce, donde el espíritu rebelde de Dedalus debe enfrentar la disciplina mental
del espíritu cristiano.
CON UNA AYUDA
DE MIS AMIGOS
Oh, I get by with a
little help from my friends
I get high with a
little help from my friends
I´m gonna try with a
little help from my friends
Mc Cartney/Lennon
Siempre
tuve por costumbre frecuentar pocas veces a las personas que despertaron en mí
un aprecio y, raras veces, un camino profundo. A Augusto Tamayo Vargas, viejo,
sabio y sensitivo como diría Darío, solía ir a verlo cada tres o cuatro meses;
escucharlo era para mí un lujo del que pocos podían disfrutar: mi aprendizaje
sobre la lírica colonial en el Perú no tenía límites cuando Augusto, con esa
voz dulce avejentada por los años, me leía pasajes de Amarilis. Esta alegría
que Tamayo me prodigó era igual a la que me brindó Washington Delgado, un
corazón generoso para los jóvenes que sabíamos recalar en su gigantesca
biblioteca en su casa de Miraflores: la temática usual era el Teatro de la Edad
de Oro, en la cual era un experto y de la cual yo no me quedaba atrás; muchas
de las obras de Lope, Calderón y Tirso fueron leídas y releídas para engrosar
mi colección de “Resúmenes de Obras famosas”, las cuales recibieron de
Washington unos comentarios sabios y generosos. Al que más frecuente fue al
poeta arequipeño Jorge Bacacorzo, primero en su departamento de Cornelio Borda
y hasta sus últimos días en su casa de Huaraz, en Breña: asiduos fumadores,
despertábamos la riña maternal de Flor Díaz, su compañera de toda la vida
quien, heroicamente, supo sobrellevar los días finales de Jorge con estoicismo.
El viejo Noé, como lo llamaba yo, recibía los reproches de Flor por la cantidad
de camisas y chompas perforadas por la ceniza de los cigarros que caían sobre
su pecho arequipeño como la nieve de su Misti natal. La lista de mis
“recibidores” es muy larga: Paco Bendezú y de los temas predilectos de tertulia
es muy larga.
Paco
Bendezú en Pueblo Libre (la pintura de De Chirico y la poética de Chocano);
César Calvo en el Jirón Callao (mujeres y poesía); Arturo Corcuera en el
Peruano Soviético o Chaclacayo (métrica, rima, ritmo, fútbol y poesía); Winston
Orrillo en Jirón Camaná (la poesía y la revolución cubana); Gustavo Valcárcel
en Pueblo Libre (la poesía mejicana y la Revolución Rusa); Luis Alberto Sánchez
en su bunker de jirón Moquegua (literatura, literatura y solo literatura);
Maurilio Arriola en San Borja (literatura peruana); Carlos Germán Belli en San
Isidro (poesía); Pepe Bonilla en San Isidro (los poetas malditos, cuya poesía,
en un fino, melodioso y encantador francés, Pepe leía con gran entusiasmo);
Genaro Ledesma, Leopoldo Chiappo en la Universidad Cayetano y un largo etc. lleno
de nostalgias y alegrías sin fin. Un caso curioso: César Lévano, ese gigante
del periodismo, es mi vecino hace cincuenta años; lo habré visitado no más de
10 veces y por pocas horas. Sé que César valora su tiempo como el oro y he sido
respetuoso de su tiempo. Su biblioteca asombra a cualquier visitante. Ahí ha
pasado casi toda su vida, rodeado de libros, periódicos, revistas y la buena música
de los clásicos. En eso nos parecemos como dos gotas de agua. ¿De qué hablamos?
Casi siempre de Brecht, Vallejo y César Calvo. “Esa muerte incomprensible” me
dejo con gran tristeza el día que César murió.
Alberto
Valcárcel era un caso aparte. Su vida trashumante durante sus últimos años no
le daba para un domicilio fijo. Era él quien me visitaba frecuentemente.
Siempre le tenía a la mano su manzanilla con galletas. Su gastritis crónica lo
tenía pendiente de un hilo. Se regocijaba como un niño en mi biblioteca. Con él
hablábamos de la vida de algún músico, pintor o escritor. Compartíamos el
fetichismo de enterarnos de la vida de otros. Una especie de comadres de
Windsor. Aun puedo percibir su halo de poeta cuando de noche divago entre los
estantes en busca de un libro. La epístola que le dirigió a su madre, publicada
en “Suray Surita habla de Theodoro” pinta la imagen de lo que debe ser un
hombre:
Estoy en conflicto
con la realidad que me ha tocado vivir en el Perú, mi país. Esto no es
reciente; ¿recuerdas cuando te pedí que me llevaras al convento de San
Francisco (de Lima) y nos recibió fray Benito? Bueno, tendría yo 15 años y
luego Papá me trasladó a Juliaca. Es que en el Perú, apoyarse en la ética, la
moral, el valor personal, la solidaridad, lo convierten a uno en poco menos que
un leproso del que todos huyen o del que tienen que cuidarse. Mi experiencia
dentro de la administración del Estado, no es poco y los ejemplos que he visto
y sufrido son en la dirección que cualquier hombre de bien calificaría de
dolorosa y negativa. Pusilánimes, conformistas, indolentes, claudicantes, son
las patas en las que se apoya la mesa de esta sociedad y yo jamás me integraré
a ella. Tus enseñanzas y las de Papá las tengo siempre presentes y si he
buscado la gloria y el honor, ha sido para honrar superiormente el nombre de
mis Padres, hermanos y parientes, aunque estos últimos tengan poco o ningún
interés por ello, mayormente…
Mis otros ángeles
guardianes han sido, Mamá, mis hermanos, que al ayudarme a comer y vestir han
evitado que me convierta en un ladrón, que es lo que quiere el gobierno, que se
convierta cada uno de sus funcionarios y empleados aunque en mi caso, no tengo
esta vocación. Apenas he podido alimentar y vestir a mis hijos y me he pasado
más de un cuarto de siglo sirviendo al Perú y no tengo nada… Ningún bien.
Entiendo que jamás tuve apego a los bienes materiales, pero, con mi trabajo y
limpiamente, nadie puede tener acceso a esas cosas por las que el mundo se
muere. Y aquí estoy, casi como he nacido, dueño (a medias) sólo de lo que tengo
puesto, ya que los poemas que he escrito, pertenecen a los amantes de la
belleza, mis pocos lectores. Además, siempre he servido a los marginales y
menesterosos, en suma, a la gente pobre, aun siendo regidor de Lima. Ellos,
cuando uno está en el simple llano, nada pueden hacer, como es mi caso, por
ayudar y lejos…
Amo a mis hermanos y
anhelo infinitamente que triunfen. Yo no tengo tiempo ni posibilidades de
triunfar. Tal vez mi poesía me sobreviva, pero esas poquedades no interesan a
nadie. La vida es de los prácticos, la realidad utilitaria se impone… Yo estoy
fuera del planeta, sólo tú Mamá, y mis hijos me sostienen. No pienses que me
siento derrotado y víctima del desencanto, no. Simplemente reconozco que mi
destino es otro.
HOMENAJE
AL GRAN VIDES MOSQUERA
Máximo
Mosquera, el popular Vides fue amigo de mi padre y de mi madre. Con mi padre
defendió los colores del Alianza Lima, era la época de Huaqui Gómez Sánchez,
los hermanos Castillo (Félix y Roberto), Carlos Lazón, Cornelio Heredia, Willy
Barbadillo, Valeriano López y tantos otro gloriosos jugadores que dieron lustre
al “Equipo Íntimo” y a la Selección Nacional. Vides era un frecuente amigo de
la casa en que nací y viví cuando niño: Las Américas (antes 27 de Octubre) #
526, Balconcillo. Ahí llegaban no solo jugadores del Alianza sino también del
Boys, Chalaco, Sucre, Universitario, Cristal; recuerdo a Miguelito Loayza,
Alberto Terry, Carlos y Huaqui Gómez Sánchez, Dante Rovay, Tito Drago, Lolo
Fernández, Adolfo Magallanes, Walter Ormeño, Víctor Benites, los hermanos
Castillo y una interminable lista que incluía a gente del deporte como Rodolfo
Espinar, Oscar Artacho, Eduardo San Román, Alberto Romero Zegarra, Carlos
“Chino” Domínguez, Pocho Rospigliosi y tantos otros que hacía que los
alrededores de la casa se llenara de hinchas y cazadores de autógrafos.
Casado
con una colombiana, Vides solía ir a almorzar frecuentemente a la casa. Algunas
veces íbamos a la playa, aquí en este homenaje, adjunto una foto veraniega
donde Vides tiene 30 años, pues la foto es de 1958, yo soy el rubiecito que
mira a la cámara con el ceño fruncido, detrás de mí la esposa de Vides y al
lado derecho, mi madre. La última vez que estuve con él fue en 1996, en un café
de la avenida Uruguay, en los bajos del glorioso Radio El Sol. Ahí me contó que
él se inició en los caliches del Centro Iqueño y que de ahí en adelante todo
fue triunfos en ese deporte que él tanto amo. Dimas Zegarra que también solía
ir a la casa me contó que nunca se explicó cómo un hombre tan pequeñito como
Vides pudo hacerle un gol de cabeza desde fuera del área cuando él era arquero
de Universitario y Vides formaba esa famosa delantera con los hermanos
Castillo. Por todo lo que representó para el fútbol y por lo caballeroso que
fue siempre en su amistad con mi madre, hago de su muerte un abanico de lirios
y jacintos con mis recuerdos para rendirle este solitario homenaje con el
cariño que siempre tuve por su persona.
GUILLERMO
DELGADO, 28 de julio del 2016.
ESE
BUEN COMPAÑERO
Las Selecciones del Reader’s Digest me han
acompañado desde el día en que mi tía Aurora Cornejo me regaló una de esas
revistas que, mensualmente, compraba religiosamente; tenía yo siete años en
aquel entonces. La historia de esta revista es tan interesante como la revista
misma. La primera edición apareció en Estados Unidos en 1922. El éxito
alcanzado por ese mensuario (el neologismo es mío) lleva a los editores a
lanzar la edición en castellano en 1940. De ahí para adelante todo es color de
rosa para los editores: en 1942 ve la luz la edición portuguesa; en 1943 la
sueca; en 1945 la finlandesa; la japonesa y la danesa en 1946; simultáneamente,
la noruega y la francesa en 1947; en 1948 la alemana y la italiana; la coreana
fue lanzada en 1952. ¿Y cómo se obtiene los artículos de ésta valiosa revista
que es casi una diminuta enciclopedia? Para la preparación de cada edición los
redactores tienen que sumergirse en centenares de revistas, diarios y libros
con el fin de seleccionar los acontecimientos de mayor trascendencia e interés
que se hayan producido en los diferentes campos del saber. El capital para
expandirse ha salido de las utilidades que deja la revista y de la publicidad
que ocupa unas cuantas páginas. Gracias a esta publicidad, podemos observar y
conocer productos que hace muchos años están fuera de circulación: los primeros
tubos del famoso Eyemo, líquido que
calmaba la irritación de los ojos cansados; el Astring – o – sol, lavado bucal concentrado para mantener un
aliento fresco; la famosa Glostora,
una especie de gomina que, untada al cabello, mantenía a este inamovible; Mejoral, analgésico para combatir
jaquecas, neuralgias, dolores de cabeza, artríticos y reumáticos; las Curitas, venda plástica que se adhería
maravillosamente a la piel, como si fuera parte de ella. Ante cualquier herida
o arañazo, ahí estaba Curitas. A
través de la propaganda del Selecciones
podemos ver la evolución de modelos de automóviles, lavadoras, radios,
refrigeradoras, relojes, etc. El número de páginas oscila entre 170 y 180 aproximadamente.
Hay secciones que aparecen siempre y que el público busca con ansias en cada
edición: La risa, remedio infalible,
Enriquezca su vocabulario, Citas citables, De la vida real, Humorismo militar,
Así es la vida o los libros condensados que aparecen en la parte final.
Veamos dos secciones que ya son clásicas:
Humorismo militar
“El ejército norteamericano ha publicado un libro que
contiene toda clase de instrucciones y consejos para cabos y sargentos. Hasta
les indica la manera de hacer las paces entre dos soldados que se hayan
enemistados. Los ponen a limpiar la misma ventana, uno por la parte de afuera y
otro por la de dentro. Como no tienen más remedio que mirarse, pues acaban por
echarse a reír y se les pasa la corajina. Garantizo que da estupendo resultado.
Lo sé por propia experiencia.
Edición de setiembre de 1943.
“Cierto día, cuando andábamos de patrulla, se incendió
una choza de paja que nos servía de cocina de campaña. Al sonar la alarma, los
instructores permanentes quedaron impresionados al ver que un buen número de
reclutas corría a traer extintores, según suponían. Sin embargo, sufrieron una
gran decepción al ver que los reclutas habían ido a buscar sus cámaras fotográficas
para llevarse un recuerdo del incendio”.
Edición de junio de 1978.
La risa, remedio infalible
A una adolescente, delgada y larguirucha, la habían mandado
a la oficina de la directora del colegio por reñir con las demás alumnas. Al preguntarle
porque estaba siempre peleando, contestó:
- Tengo que defenderme porque todas se
empeñan en llamarme “Autopista”.
- ¿Y por qué te llaman así? Preguntó la
directora
- Porque dicen que no tengo ni una sola
curva.
Edición de julio de 1957.
Así es la vida
Mi hermana es guía turística, y un día iba enseñando la
ciudad a un grupo de personas. Al llegar a un cruce, varios de ellos le
preguntaron, asombrados, qué era ese pitido que emitía el semáforo: Ella les
explicó que era para avisar a los ciegos que podían pasar. Entonces una
turista, alarmada, comentó:
- ¡Qué barbaridad! En mi país no dejan
conducir a los ciegos”.
Edición de febrero de
2002.
Para los que amamos el pasado y nos aferramos al verso de
Jorge Manrique de que “todo tiempo pasado fue mejor”, disfrutamos de las
ediciones antiguas con sus propagandas de electrodomésticos (General Electric, Philco, Admiral, Crosley,
Westing house, etc) que, comparados con los artículos modernos, nos parecen
piezas de arqueología. Pero algo salta a la vista, esos productos eran más
duraderos, de mejor calidad, sin la fragilidad escandalosa de los productos de
hoy. La calidad de la revista fundada por De Witt Wallace y Lila Acheson
Wallace, ha mermado su calidad debido a la frivolidad y superficialidad del
hombre de hoy; el contenido cultural que antes tenía ha venido a menos.
Hoy es más atrayente un esbozo biográfico de Julio
Iglesias o Lionel Messi que la de Mozart o Einstein. Como dice la revista, Así es la vida. Yo me resisto a estos
tiempos de mediocridad acelerada y prefiero releer las Selecciones… de antaño.
¿CUALQUIER
TIEMPO PASADO FUE MEJOR?
En mi niñez fui otro. Un ser incapaz de una mentira, de
herir a otro niño por obtener ventaja, o de mentirle a una niña como suelen
hacer los hombres. En mi niñez un palo de escoba era el caballo del Llanero
Solitario (hoy se una para golpear al amigo) y Walter, el hermano de la Nena
(uno de mis tantos Warma Kuyay) hacía de Toro, aunque a veces se revelaba atraído
por el antifaz y tenía que convencerlo con un adoquín fiado donde el Chino
Carlos.
En mi niñez la televisión eran los dibujos animados de
Walt Disney, los programas de concurso de Kiko Ledgard, los comentarios de cine
de Pepe Ludmir y los espacios culturales de Pablo de Madalengoitia.
En mi niñez reía con Charola, Verdaguer o Pepe Biondi. Y qué
decir de esos chilenos maravillosos: Los Caporales. ¿Y los mejicanos?:
Cantinflas, Tintán, Cachirulo y Copetón (los hermanos King). Y de los nuestros:
Rossini, el loco Ureta, Mario Velásquez (Achicoria) y Felipe Sanguineti.
Hoy en el Perú el humor es una cagada. Todo es sordidez,
podredumbre, mediocridad, mentiras al por mayor y morbosidad por toneladas.
La gente adulta ya no es la misma de antes; alguien más
sano, más bondadoso, más solidario, más religioso.
Ahora se le pega a la mujer para sentirse más macho; se
la preña y se la deja abandonada a su suerte. Hombre que no engaña a su mujer
es un pisado, un saco largo, un huevón a la vela. El que tiene trampa es un tipazo, un jugador, el
deshueve.
Hoy los jóvenes ya no se hacen los dormidos cuando ven a
un anciano o a una mujer embarazada que está de pie en el ómnibus; simplemente se cagan en la noticia, les llega a la punta
del huevo (son sus palabras cuando se les increpa que den el asiento). Yo pago
mi pasaje, dicen en tono insolente.
Este es el mundo de horror e insensibilidad que los
nuevos niños de hoy le van a dejar al niño del mañana. La ignorancia de la que están
rodeados no cabría en el universo. Nunca me he avergonzado de lo que no sé,
pero sí me avergonzaría de no saber nada de nada, que es lo que caracteriza al homo sapiens del presente.
Yo vivo autodesterrado, un tejón escondido en una
biblioteca, rodeado de lo que he amado toda mi vida desde que leí a los siete
años “Fabiola” del Cardenal Wiseman, en la hermosa edición de la Editorial
Cumbre que mi madre tenía entre las pocas pertenencias que pudo salvar de la
estupidez de mi padre, y que aquel escritor desconocido, a través de la palabra
escrita, me acercó en mis primeros años al Cristianismo (volví a leer el libro
hará unos quince años cuando trabajaba en mi novela “Catalina en la hoguera”,
pero, como es lógico, no me impresionó como entonces). Sin libros no podría vivir;
es mi agua, mi alimento. Ellos me orientaron y guiaron cuando mi madre tenía
que romperse el culo trabajando como una mula para mantener a los tres hijos
que mi padre olvidó de la noche a la mañana. Vivo aislado porque salir a la
calle es encontrarme con el hombre de Neanderthal, el hombre de Cromañón y todo
un enjambre de violencia, ignorancia, suciedad, irrespeto. La ignorancia es la
peor de todas las enfermedades, esa ignorancia que lleva a un salvaje a transgredir
todas las reglas de transito; esa ignorancia que camina en dos patas y con dos
pulgares enloquecidos; esa ignorancia que llena el vaso de cerveza en la calle
acompañada de una estruendosa música que nos dice que la privacidad y el
respeto al vecino “me importa una mierda”;
esa ignorancia maldita que lleva a la canalla a votar por cualquier pobre
diablo, importándoles un carajo quien gobierne porque para el ignorante le da
lo quien presida el país, total, igual
van a robar. Y eso es todo, me da igual, dicen con indiferencia.
Mi madre murió hace casi seis años y me dejó como legado
el amor por la lectura, por la música, por la cultura en general. También me
dijo la decencia como carta de presentación. Como nada es perfecto en esta
vida, también heredé una hermana acojudada y dos hermanos imbéciles; a estos
últimos no los trato por higiene mental. No se ha descubierto todavía ninguna
vacuna contra ese tipo de imbecilidad genética.
BLANQUITA
Y EL COHETÓN
Recordar a Blanquita Witherman es traer a mi memoria su
figura delgaducha, sus piernas como juncos de nieve, sus bucles cubriendo parte
de sus hombros, su lazo blanco como su nombre, su piel y su sonrisa
perturbadora. Tendría dos años más que yo, eso creo; los años no pasan en vano
y por mi vereda han transitado más de cincuenta y monedas, llevándose con ellos
dudas y certezas. Pero de que llevaba vestidos blancos de diversos matices es
algo que mueve mis recuerdos siempre, sobre todo en las fiestas de navidad o
año nuevo. Como todos los niños que la conocíamos vivía prendado de su belleza
y atención. Un saludo era un trofeo, una sonrisa un lauro, ambas cosas obligaba
a ir a misa los domingos a agradecerle al Señor por su generosidad. El huevón
de Walter Guerra la esperaba en la esquina del Chino Carlos para saludarla
cuando iba a comprar; Jaime Castro, recorría la avenida gastando la acera de
ida y vuelta esperando cruzarse con ella; Fredy Morales bailaba su trompo con
toda suerte de malabares para llamar su atención; Juanito Fernández, el más
pelotudo se cuadraba cerca a su casa con su bicicleta: en esta guerra sin
cuartel todo valía. Yo opté por algo más impresionable y llamativo: mostrarle
el poder destructivo de mis cohetones. Aprovechando que en la noche de navidad,
ella y su prima se hallaban en la puerta de su casa blandiendo sus luces de
bengala, me acerqué a ellas con un cohetón, esos de envoltura roja como un
rocoto, y le pedí que me dejara encenderlo en su bengala. Deslumbrada aceptó de
inmediato. Acerqué la mecha a ese punto de ignición que descendía hacia la base
lentamente echando chispas intermitentes. A los pocos segundos se escuchó una
detonación que dejó a las dos chiquillas más ciegas que un murciélago y a mí
con los dedos adormecidos. La bengala se apagó, Blanquita sorda y aterrada se
refugió en su casa y yo me quedé como un cojudo y un portazo en medio de mi
infortunio. Agradecí al Todopoderoso por haberme permitido conservar mis dedos,
aunque a los ojos de Blanquita Witherman pasara yo a engrosar el cofre de sus
enfados y sus olvidos. Qué ingenuos e ignorantes del peligro son los niños
pienso hasta ahora. Cómo percibir una mecha encendida entre una lluvia de
fuego. Si supieras, Blanquita, que a pesar del tiempo transcurrido, una
bengala, una navidad, un año nuevo, te han dado un lugar en mi corazón por
siempre.
LOS
AÑOS FELICES
En su “Autobiografía”,
escrita originalmente en inglés con la colaboración de Norman Thomas di
Giovanni y publicada por primera vez en 1970 en la revista The New Yorker, Jorge Luis Borges cuenta que las dos horas de viaje
en tranvía que hacía desde su casa hasta la biblioteca en la que trabajaba y
nueve años en la cual escribió “El acercamiento a Almotásim” y otro cuentos
más, leía “La Divina Comedia” en la traducción de John Aetken Carlyle. Esta
anécdota me recuerda que yo acostumbraba hacer lo mismo; lector desde temprana
edad, llenaba mis viajes desde La
Victoria hasta Surquillo, pasando antes por el Jirón Puno en el centro de Lima,
donde tenía que almorzar en el restaurante Ica en Lima, propiedad de mi abuelo
paterno, con páginas de Homero, Cervantes o Shakespeare. Tenía en ese entonces
diez años, y entre abordajes y transbordos, la lectura me alejaba de los
momentos de desdicha que se vivía en casa. Las ediciones de editorial Tor y las
de Sopena me facilitaban autores de los más variados: “Historia de dos ciudades” de Dickens, “La Eneida” de Virgilio, “En
viaje” de Cané, “Robinson Crusoe” de
De Foe, el “Quo Vadis” de
Sienkiewicz y mis adoradas y amenas “Fábulas”
de Esopo son libros que recuerdo con gran nostalgia. Algunos de ellos los
conservo todavía como trofeos de guerra, como medallas de guerras ganadas a la
ignorancia; algunos de ellos, por la fragilidad del papel y los años, han sido
visitados por las polillas, quienes han dejado visibles agujeros como
testimonio de su maléfico paso.
Las
rutas cambiaron con los años, también mis inquietudes literarias, pero la
avidez de leer se mantuvo incólume. Buscando un lugar donde vivir mi madre
encontró una casa por San Juan de Miraflores, por esos años un extenso arenal
poblado por algunas casas. Corrían los primeros meses de 1966. La ruta de San
Juan a Surquillo se vio poblada de los personajes más novelescos de Dumas,
Salgari y Verne. ¡Qué maravillado quedé con el “David Copperfield” de Dickens! Tengo
los doce volúmenes de sus obras completas editadas por Aguilar; no he leído ni
la mitad de sus novelas, pero el saber que están ahí, en mi biblioteca, esperándome,
me llena de solitaria algarabía. Los años 69 y 70 me trajeron una nueva ruta
hacia la escuela: Un largo derrotero desde el Rímac a Surquillo. Uno de los
primeros libros de este enorme trayecto fue “Los Miserables” de Víctor Hugo y, ya enamorado, las novelas románticas
de Austen, Stendhal y tantas otras más que el paso de los años va archivando en
la desmemoria. Han pasado más de cuarenta y dos años de esta bella época y aún
sigo cargando en mi maleta a mis viejos compañeros de vida: los libros.
UN
LARGO Y DOLOROSO CAMINO
De niño, mi idea sobre Dios era muy vaga, como la llama
de una vela en un largo y oscuro camino, pero de lo que no cabía duda, es que
daba por hecho su existencia. Dios omnipotente y bonhomioso, creador de todo lo
existente, que nos protegía de todos los males que el diablo podía enviarnos. Su
hijo Jesús y la madre de éste, María, completaban esa triada de la que todo
niño vivía moral y éticamente prendado, como un botón adosado fuertemente a la
camisa. Algunas páginas de la Biblia y el sermón dominical daban cuerpo a una
fe incontrastable que nada ni nadie podía vulnerar.
Mi madre era muy creyente, las vicisitudes de la vida la
habían arrojado a los brazos de Dios con gran devoción. Mi padre, de quien
tengo muy ligeros recuerdos, no creo que haya sido devoto de Dios ni de ningún
santo. El paso de los años me fueron llevando por un camino de confusión e
incertidumbre. A pesar de ello, seguía practicando algunas oraciones básicas de
todo creyente: el Padrenuestro, el Avemaría y el Credo. A estos momentos de
recogimiento y devoción acompañaba mis peticiones: que Dios me protegiera y
ayudara y que fuera misericordioso con mis padres. En momentos que escribo
estas líneas siento que los recuerdos me invaden con unas imágenes tan nítidas
que me estremezco. Y así fue transcurriendo mi infancia y mi niñez, entregado a
mi fe, sin dudar en ningún momento de la existencia de un ser rector benévolo,
omnisciente, omnisapiente, omnímodo, creador del universo. Pero la vida me puso
en el camino algo que me conmovió profundamente: la separación de mis padres.
Esa ausencia paterna con todas sus consecuencias económicas catastróficas me
amargó mi niñez y quebró mi fe para siempre. ¿Qué había hecho mi madre y yo
para merecer tamaña calamidad? ¿Es que esa divinidad que yo creía
misericordiosa y benevolente no era más que un ser monstruoso capaz de castigar
a sus hijos haciendo uso de su poder. Es entre los siete y los diez años que
perdí la fe para siempre. Y, ahora que han pasado más de cuarenta años, no me
arrepiento de haber tomado el camino del agnosticismo y convencerme que la
religión y Dios no son más que la gran
mentira de la historia del hombre, una superchería brotada de la ignorancia, un
insulto a la inteligencia, un motivo para construir sobre él religiones que, en
la mayoría de los casos, no son más que “instituciones” parasitarias que buscan
el lucro, la expoliación de los pocos bienes de los pobres.
Para muchos “creyentes”, mis palabras no eran más que
blasfemias, disquisiciones de una mente perturbada, inmadura y mal educada, un
resultado que no entendía nada sobre el diablo y el mal, el cual era
indispensable para apreciar al bien; así como no había bondad sin maldad,
tampoco había fidelidad sin traición, belleza sin fealdad y toda una larga
lista de contrastes que hacían de toda discusión un punto muerto. Refugiado en
el estudio, inicié mis estudios de astronomía. Descubrir que existían
nebulosas, galaxias, vía lácteas, constelaciones y que los astrónomos hablaban
de años luz, de infinidad de estrellas, de soles tan grandes que el nuestro
terminaba siendo un grano de arena ante un promontorio, terminó por convencerme
que (... Padrenuestro que estás en los
cielos... ¿de qué cielos?, ¿de qué reino se habla en la consabida
oración?). Yo estaba en lo cierto en cuanto a mis apreciaciones, la razón
estaba de mi lado. Esto y mucho más le fue dando solidez a mis argumentos y
reforzó mi convencimiento de que Dios no existía. Mi problema, descubrí, no era
que romperme la cabeza pensando qué era la vida, sino lo que debía hacer con
ella.
HERENCIA
MATERNA
Mi madre no escatimó esfuerzo para entretenerme de niño,
para divertirme, para sorprenderme, para alimentar mi confesada curiosidad
infantil. Le gustaba contarme historias, sobre todo de noche, a la luz de una
magra vela. Inventaba acertijos, contaba historias imitando voces de la
naturaleza como el viento, el crujido de la madera y la de los animales, que
eran los más graciosos: el búho, el cuervo, el perro, el mono, el gato y todo
un zoológico gutural. También solía leerme pasajes de algún libro con
personajes históricos, religiosos y, sobre todo, recitar poemas que se sabía de
memoria. Yo sospechaba que muchas de esas narraciones, de esos versos musicales
y gratificantes, salían de esos libros que gustaba leer antes de sus cotidianas
siestas. Ella intuía, de eso estoy seguro, que yo mostraba facilidad de
entendimiento, una aptitud general para captar de inmediato todo lo que salía
de sus labios. Creo que ahí está el germen de mi gusto por la lectura y el
estudio en general. De esos labios mágicos oí hablar de Dumas, Verne, Salgari,
los hermanos Grimm, Dickens, Shakespeare y tantos otros creadores que me han
acompañado durante tantos años y que tanta satisfacción han dado a mi vida. Mi
madre actuó como un catalizador, como un estímulo clave sobre mi incipiente
vida intelectual, haciendo que descubriera en mí ese don especial para captar,
memorizar y repetir sus enseñanzas. Mamá tenía un arte especial para halar del
hilo de la curiosidad y de la imaginación de un niño; a veces otros niños
vecinos la escuchaban, pero muchos de ellos, no pasaban del rellano de la escalera. Poco me importaba si lo que
mi madre contaba era verdad o no, lo vital para mí era la forma como lo hacía,
con el entusiasmo juvenil de un maestro que se inicia en la docencia. Un
hermano mayor que yo en un año, casi siempre que se hacía alusión a un romance,
a una caricia o a un beso, se cubría la cara con las manos y se ponía rojo como
un tomate. Ya desde ahí empecé a sospechar que el pelmazo ese de ojos verdes
era un estúpido en evolución y que algún día, ya adulto, dejaría relucir la
tara con que había nacido. Nunca en esos hermosos años de mi infancia y niñez,
me falto la atención constante de mi madre; su delicadeza, los mimos, la
ternura, todo ellos acompasado por canciones o juegos infantiles. Es por ello
que en cada libro que leo, siempre emerge en los descansos de lectura, esa
mujer de cabello rubio y ojos claros que no solo me trajo al mundo, sino que me
brindó las primeras armas para enfrentarlo.
¡OH,
JARDINES DEL PASADO!
Cuando
llegaba la primavera todos los jardines se transformaban en un macizo de
encendidos colores, donde las mariposas, en pequeños enjambres, revoloteaban
como niños alrededor de una piñata a punto de estallar. Las flores del
nisperal, los mangos, los geranios y las cucardas que mi madre cuidaba con
esmero. Hoy, al ver que los jardines han sido transformados en establecimientos
comerciales o en cocheras, no solo han desaparecido los enjambres de mariposas,
sino los caracoles, las libélulas, las abejas, los abejorros o la gran variedad
de pájaros que volaban haciendo tornos o giros en ese vergel de aromas y
colores que ahora solo son recuerdos de aquellos que han pasado la cincuentena.
¿Puede un niño de ahora tener un conocimiento básico de floricultura o
entomología. Cuando los jardines y sus encantos han casi desaparecido de la
vida cotidiana? Mi infancia que fue
dulce, serena, triste y sola, cantó Valdelomar en su “Tristitia”. Sí, querido poeta, mi infancia y mi niñez estuvo
invadida de gardenias, lirios, gladiolos, rosas y azucenas; nunca faltaron a la
vista manzanos y melocotoneros, paltos y cerezos, álamos o cipreses que
elevaban sus copas al cielo orgullosos y soberbios. ¿Qué palmerales y naranjos
no disfrutaron mis ojos? ¿Qué viñedos cargados de racimos almibarados e
higueras rebosantes de dulce higos no palparon mis dedos? Oh, niñez, divino tesoro, ya te vas para no volver,
cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer... Perdone, don
Rubén, por tomar estos versos suyos y cambiar juventud por niñez, pero
se requiere de un dulce lamento para cerrar este recuerdo.
LA
SEÑORITA MAMA
A Isabel Ochoa, mi
Warma kuyay
Una mirada retrospectiva a mi infancia me llena de
asombro. Recordar nombres, rostros, gestos y voces de seres que no he visto
desde hace 58 años, puede sembrar incredulidad en quien le confieso estos primeros
pasos de mi vida. Recuerdo con nitidez a David y Silvio, dos niños de origen
chino que me resultaban de lo más graciosos; el mayor, David, tendría mi edad
(cinco años en ese entonces). No sé por qué me daba la impresión de ver en su
persona a un pericote chino desplazándose por aulas y jardines con gran
vivacidad. El menor era más callado, reservado en sus movimientos, como un
pequeño zorro oteando el horizonte. Pero había dos hermanas que por su alegría y
candor han dejado una huella imborrable en mí, una huella que tiene de
nostalgia y melancolía, de sonrisa de querubín y canto de serafines. La menor
se llamaba Juanita y a la mayor, que tendría 5 0 6 años, la llamaban Mama. De seguro no era su nombre, pero
aquel hipocorístico se ha quedado prendado en mi memoria como una dulce
esquirla. Esta Mama bailaba con la
gracia de una geisha, con la precisión de una peonza girando sobre un escaque. No
había recreo en el Kindergarten que
no se le viera bailar, era una bailarina innata (la palabra alemana Kindergarten se usaba para designar al Jardín de infancia o Nido como se le conoce ahora. El verdadero
significado en alemán es parvulario).
La canción más común que acompañaba sus rítmicos y perfectos movimientos era
algo así:
La señorita Mama
que estaba en el baile,
que lo baile que lo baile,
y si no lo baila
quién lo bailará...
y así continuaba la danza con el nombre de otra niña que
pasaba al centro de la ronda, luego otra, otra y otra hasta que terminaba el
recreo. Perdían la noción del tiempo jugando. Vivían sus bailes con tal
intensidad, como demostrándole a los adultos que los niños no se toman sus
juegos en broma. Este espectáculo era para mí una delicia de elasticidad gimnástica
extraordinaria. Ambas hermanas tenían el mismo corte de cabello: lacio, negro
azabache con cerquillo prolijo y bien delineado a lo Cleopatra. Era la época en
que las niñas usaban vestidos y no como ahora que solo lucen pantalones, quitándoles
ese toque de feminidad tan insobornable y que es propio de las mujeres. Mientras
los otros niños jugaban a la pega yo me deleitaba observando a las niñas todos
los días. Pienso que en ese hecho puede estar la raíz de mi afición a la música,
a la danza, a la contemplación. Estos vislumbres a temprana edad dejan marcados
a un niño retraído y solitario como era yo. Hoy, desde la intimidad y la
privacidad que son inexpugnables, pienso en esas dos niñas que si viven aún,
deben estar bordeando los 62 o 63 años. Deben haber criado hijos y seguramente
retozarán en las tardes con sus nietos. Habrá, como yo, dado sepultura a sus
padres, albergarán algunas esperanzas todavía, habrán dejado atrás amores,
rencores y decepciones, sin imaginar que algún resquicio del tiempo y la
memoria un hombre las ha recordado con un viejo cariño y una entrañable
nostalgia.
REQUIÉSCAT
IN PACE POR RENÁN ORTEGA
A través de Fernando Córdova me entero de la muerte de
Renán Ortega, de ese hombre de su tiempo que llevaba con juvenil orgullo el
apellido de filósofo francés como onomástico, como un general que luce una
medalla obtenida por su valor en el campo de batalla. Su nombre ha quedado
vinculado a las Academias preuniversitarias, instituciones que preparaban
jóvenes para que postularan a la universidad y que tuvieron su auge y apogeo en
las décadas del 60, 70 y 80. La que él formó con Carlos Olivera Díaz, Víctor Manchego
y Roger Amuruz, se llamó Academia Peruana San Fernando; poco después, de
contera, se incorporó al grupo José Ángulo, que trabajaría con ellos hasta
1982. De rostro abacial, Renán era conversador, de gracejo criollo, de andar
ligero. Cuando miraba fruncía ligeramente el ceño, sobre todo cuando se trataba
de cifras.
El Renán Ortega que yo conocí era así, controvertido,
sencillo, campechano. A veces daba la impresión de que el tiempo no había
pasado por él y que seguía siendo un joven con la cabeza llena de proyectos.
Tenía la sonrisa al filo del labio, el ímpetu, la vanidad y la jactancia propia
de esa estación de la vida. Escuchaba con atención las inquietudes y
entusiasmos de los profesores más jóvenes, y sabía capear con astucia a los más
“viejos”, a esos que se oponían a
todo, inclusive a lo que ellos mismos decían; allí aparecía el Renán de mente
fresca y lógica severa. Una mañana llegó al local de la avenida Arequipa de muy
buen talante y me encontró con varios profesores, entre ellos Pepe Ángulo, el
gordo Manchego y Pablo Ravines. Me lanzó a boca de jarro una “pruebita” literaria. Con picardía y con
los ojos chispeantes, me dijo: ¿Quién
escribió estos versos?
En el cristal de tu divina mano,
de amor bebí, el dulcísimo veneno…
“Son de Luis de
Góngora”, le respondí. Se quedó patitieso, como si una
espina se le hubiera atragantado en la garganta. “Felizmente no te aposté nada, sino hubiera perdido”, dijo
tocándose el bolsillo del pantalón. Todos celebramos la ocurrencia. Cuando fui
a cobrar a fin de mes, la secretaria me dijo que Renán quería hablarme. Lo
encontré en su oficina sacando cuentas. “Esto
es para ti”, me dijo extendiéndome un sobre. En él había cincuenta soles.
Antes que pudiera decir algo, me dijo socarronamente: “Es de parte de Góngora”. Cuando salía, me detuvo: “Si hubieras hecho como que no sabías la
respuesta y después me la hubieras dado en privado, te hubiera dado cien, yo no
soy tan tacaño como Góngora”. El viejo matrero me había ganado la apuesta,
pensé para mí. Aparte de este apunte risueño, pienso que Renán, con ese gesto y
su conducta subsecuente hacia mi persona, me ganó la voluntad. De ahí para
adelante nuestros encuentros se hicieron más frecuentes. Conversaba con fluidez
y describía con exactitud aquello que quería trasmitir. Su breve amistad es uno
de los mejores recuerdos que me dejó la vida como profesor preuniversitario.
Ese es el lado de su vida que yo conocí y de la cual puedo dar testimonio. Sé
que sus últimos años fueron difíciles, una lucha tenaz entre la nostalgia, la
frustración y la depresión; la existencia es áspera y contradictoria y de esas
amarguras también está hecha la vida. Renán tuvo sus detractores y sus
panegiristas, un hombre de su posición estaba expuesto a las más dulces
alabanzas y a los más vitriólicos ucases. La vida, como el hombre, tiene dos
manos: la que da y la que recibe. Solo Dios en su reino sabrá bascularlas.
Ahora que Renán Ortega duerme en ese cementerio donde los muertos están rodeados
de ángeles y demonios, elevo al cielo por su alma una plegaria como postfacio,
como un signo de reverente agradecimiento a su amistad.
RECUERDO
DE CELIA BARREDA
Debe
haber sido entrando los sesenta cuando Celia Barreda apareció en mi vida. Era
alta y delgaducha en extremo, con una sonrisa de oreja a oreja que parecía ser
eterna y que sólo la muerte parece haber logrado borrar. Después de la partida
de su padre, el tío Carlos, algo misterioso pareció unirnos; yo lo atribuí en
mis cortos años a la orfandad paterna. Yo
venía, en diferentes circunstancias, adoleciendo de la misma carencia. Yo
acostumbraba llevarle semanalmente (eran
los sábados que yo recalaba por la unidad) a Marta Cornejo diversos insectos para
su colección: alacranes, mariposas, abejorros, libélulas y cuanto bicho caía en
mis manos allá, por los arenales de San Juan. Siempre la flaca Celia me colmaba
de preguntas sobre la forma en que capturaba mis exóticos trofeos. Un día
decidimos unir nuestras fuerzas y hurgamos en los jardines vecinos, en los
parques y sobre todo en ese pequeño bosque de eucaliptos que separaba la Unidad
Vecinal N° 3 de la Avenida Colonial. Allí me lucía yo enseñándole a la
delgaducha Celia los trucos y artimañas que todo cazador de insectos debe
tener. En los descansos empezaban sus interrogantes sobre mi efímera existencia. No tardó en descubrir que las preguntas sobre
mi padre me resultaban incómodas, quizá porque mis repuestas tenían pequeñas
dosis de desconcierto, tristeza y amargura. Fue en esas incursiones en que
surgió cierta complicidad en nosotros, al punto que cuando escapábamos por las
tardes del control de los adultos y de la vigilancia lénida de la tía Celinda,
lo hacíamos en forma individual para no despertar sospechas. Era un secreto
nuestros encuentros y eso, era quizá lo
que más excitaba nuestra imaginación de huérfanos. Muchos sábados por la mañana
la vi colgada de la ventana de la casa de los abuelos esperando ansiosamente mi
llegada y mis nuevas capturas. Era la primera en verlas. Abría las cajas de
fósforos donde venían las víctimas y sus ojos enormes los miraban con curiosa satisfacción.
Creo que llegó un momento en que ya no nos importaban los insectos, sino las
fugas a escondidas; lo secreto tiene un misterioso encanto que va más allá de
la comprensión de los niños. Y eso éramos Celia
y yo en ese entonces. Fuimos creciendo y la provinciana de otros días fue haciéndose de nuevas
amistades y nuestras citas secretas, de viejos camaradas se fue desvaneciendo
como azúcar en el agua. Nuestras vidas de adolescentes tomaron rumbos
diferentes y nuestros encuentros ocasionales fueron tan pocos que me consolé guardando
a la Celia de mi niñez en el cofre de mis querencias. Tengo esa foto que una
cámara fotográfica registró en esos años tan hermosos que de solo verla me
emociona. Está ella ahí como quiero recordarla siempre: con su sonrisa
maravillosa y sus ojos irradiando ternura y bondad. Descansa en paz, Celia
querida.
ESOS
ÁNGELES NOCTURNOS
Dentro
de los recuerdos de mi niñez figuran las Selecciones del Reader’s Digests y las
novelas de la escritora inglesa Agatha Christie. Mi tía Aurora Cornejo era una
entusiasta lectora de ambas publicaciones. En la cabecera de mi cama, en un
acendrado fetichismo, tengo siempre a la mano alguna Selección (actuales o
antiguas) y también de vez en cuando una novela policial de Christie. Aurora
solía decir que nunca acertaba con el asesino de las novelas de la Christie; a
mí me sucede lo mismo. Recuerdo que la primera que leí fue “Matar es fácil”. La tía le llevaba a mi madre un pequeño lote a la
casa de Balconcillo, para que ella, en su inmensa soledad, se entretuviera. Yo aprovechaba
y también me las despachaba a mi gusto. Como en las Selecciones había una sección
que se llama Enriquezca su vocabulario, el abuelo Ernesto, asiduo de los
geniogramas de El Comercio, me
regaló un Diccionario Larrouse para
que buscara las palabras. Es una edición de 1961 que aún conservo como un
tesoro de Las mil y una noches. Debe
haber sido en 1963 que me dio aquel libro. Han pasado 54 años y aun cuando lo
tengo en mis manos, siento la emoción de la primera vez. También algunas
Selecciones llevan la firma de la tía Aurora. ¿A veces me pregunto qué magia
espiritual irradiaban esas almas, para que a pesar del tiempo transcurrido los
siga extrañando con esa ternura del niño que siempre los amo? Pienso que la
respuesta solo está en Dios y en la eternidad de su misterio. No soy un
creyente, pero sé que algunas noches esos dos ángeles del cielo bajan siempre a
velar mi sueño, porque saben que su Polaquito los espera con el cariño que
sembraron en mi corazón.
MI
CASA NATAL
Cuando
volví a ver la casa donde nací en Las Américas, Balconcillo, sentí dos
emociones distintas: la que nos lleva al llanto debido a los recuerdos de
niñez, tan ingenuos y límpidos, y el de la resignación bañada en melancolía al
ver que ya no es la misma que dejamos, debido a que los nuevos dueños la han
transformado a la modernidad de las
rejas de fierro y los muros de cemento. Donde antes se veían los vistosos
geranios blancos o rojos que mi madre cuidaba con gran esmero, hoy una loza de
cemento que ha sepultado en el olvido aquellos deliciosos aromas. Las
buganvillas moradas, las enredaderas trepadoras con sus tallos largos y
sarmentosos han ido reemplazadas por unos tiestos descuidados con plantas casi
marchitas donde la desidia ha calado hondo. Sentado en una banca permanecí
mirando la casa. El nisperal que mamá había sembrado en los primeros años de mi
infancia ha desaparecido. Nunca más sus frutos amarillentos, rojizos, sus pepas
empalagosas que se adherían levemente a la lengua como estampillas; nunca más
los caracoles deslizándose por las hojas de las cattleyas, o las cochinillas de
la humedad hurgando entre la tierra húmeda y la hierba aromática de la mañana,
nunca más ni uno ni otro, simplemente un nunca más sin respuesta.
Me despedí
de aquella querida casa, de sus antiguos jazmines y sus madreselvas, con un
tierno, dulce y doloroso adiós, convencido, ella y yo, de que nunca más nos
volveríamos a ver.
¡QUÉ
PROFESORES AQUELLOS!
Cuando
me acuerdo de Dacio Rivero, todo un gentleman
de expresión, buen gusto en el vestir y con una pronunciación del inglés como
cualquier nativo de la isla británica, me enorgullece ser profesor. Cuando
rememoro las clase de Historia del Perú que seguí con entusiasmo, las que
dictaba Basto Merino en la Gran Unidad Escolar Ricardo Palma, me viene a la
memoria un hombre pulcramente enternado, con un atildamiento que iba desde el
cabello bien peinado hasta unas uñas cuidadosamente pulidas. Sus explicaciones,
con tanta vivacidad y versación, lograban que hasta el más ocioso y díscolo
prestara atención. Hoy, cuando veo a mis “colegas” en los colegios con el
cabello seboso, las uñas negras, el cuello de la camisa con su collarín de
sarro; algunos más impresentables lucen una notoria caspa veteándole los hombros
como si hubieran estado bajo una ventisca de nieve o dando la impresión de
estar mutando en el enigmático yeti. Los zapatos más empolvados que carro
abandonado es otra característica de nuestros “profesores”. No exageramos si
decimos: “Si escupes en el piso y te hurgas la nariz delante de tus colegas,
eres profesor; si hablas con la boca
lleva, te limpias los dientes con las uñas y prescindes de la servilleta para
limpiarte la boca con la mano, eres profesor”;
si usas mondadientes y escupes los residuos de comida a donde caiga, eres profesor. Si te metes el dedo meñique o
la llave de tu casa en la oreja para limpiártela, olvidándote que eso es algo
privado y que existen los hisopos, eres profesor.
El kit profesor moderno viene completo y está a la orden del día. Sin lugar a
dudas la presencia de un profesor de ahora semeja la pinta de un mecánico
ambulante o la de un vendedor de autopartes robados en Tacora. ¿Qué ha pasado
entonces? Simplemente que la educación se ha convertido en un refugio de
aventureros, de advenedizos, de pillos que con un poco de conocimiento de aquí
y otro poco de allá, se paran en un aula confiados de la ignorancia que nuestra
juventud escolar tiene enquistada entre los sesos.
JODAS
POÉTICAS Y POLÍTICAS
Cuenta
Luis Alberto Sánchez en su “Testimonio personal” una anécdota que resulta
ilustrativa para hablar de jodas.
“Concurría [Sánchez tenía 15
años] todas las tardes a tomar café al Péndola, en la calle de Plateros de San Agustín, donde
preparaban el mej0r pan con chicharrón, y el mejor chancay tostado y con queso de todo Lima. Abandoné a mis amigos
de colegio, salvo al “Chino Bielich”; y preferí la compañía de flamantes
universitarios, Ismael Bielich, Javier Correa y Elías, Eloy Espinoza Saldaña,
Germán Aramburú Lecaros. A las once de las mañanas nos reuníamos en la
Confitería del “Palais” a comer empanaditas de carne rociadas con limón, y
pasteles de crema con envoltura de chocolate, a cinco centavos cada uno.
Naturalmente, tenía que llegar tarde a almorzar y también tarde al colegio. El
padre Florentino Prat, que nos enseñaba historia del Perú (la aprendió junto
con nosotros), haciendo un juego de palabras con el nombre del prócer Sánchez Carrión,
me bautizó con el de “Sánchez
Tardón”.
Aquí tenemos una joda (Sánchez Tardón). El Diccionario
de la Real Academia Española (DRAE), define la palabra “Joda” como broma,
diversión.
Bueno pues, hay también jodas
políticas y poéticas. Una joda muy divertida, aunque también aterrorizadora en
el ámbito internacional de aquel entonces, es la que menciona Haay Hopkins,
político estadounidense que actuó como uno de los principales asesores
asistentes del presidente Franklin Delano Roosevelt en la reunión de los “Tres
Grandes” en la conferencia de Yalta en el palacio de Livadia (Rusia). Se dice
que Churchill informó a los demás que el Papa Pio XII (Eugenio Pacelli) sugería
seguir tal o cual curso de acción. Se afirma que Stalin manifestó su desacuerdo
preguntando: “¿Y cuántas divisiones dice
usted que tiene el Papa para el combate?”. A Churchill, que ganas de
tumbarse al oso ruso no le faltaban, debe haberle caído como una patada en el
culo la ocurrencia. Echándole una leída a “Vida cantada”, Memorias de un
olvidadizo, de Arturo Corcuera, caigo en la cuenta de que algunas “jodas” que
figuran en ese libro se las escuché a los autores. Era conocida la de Sánchez
cuando hablaba de poetas que no eran de su agrado (Calvo, Naranjo, Romualdo,
por citar algunos), a quienes llamaba despectivamente como “Fe de erratas”. Alejandro Romualdo, lo cita Vargas Llosa en “El pez en el agua”, solía decir,
refiriéndose a los poetas que pululaban en la década del cincuenta por aulas
sanmarquinas: “Poetas, no… plaquetas”.
La ironía de Romualdo era como bilis mezclada con T.N.T., de Winston Orillo me
dijo una vez, cuando se comenté que había sido mi profesor en la universidad: “Winston… ni en cigarrillos”. No
olvidemos, son solo Jodas.
Continuemos. Cuenta Corcuera en su libro de Memorias otra de Romualdo, que vale
la pena citar textualmente por la rapidez, a lo Wilde, con que disparaba sus Jodas:
“Viejo maravilloso y contundente, el poeta nacido
en Arequipa Alberto Hidalgo cada vez que venía a Lima (como buen poeta) se
compraba los pleitos y armaba con sus declaraciones un escándalo de los mil
demonios. Una vez casi lo mata la bufalería de San Marcos, todo porque había
prometido hacer “unas revelaciones sensacionales” y, en el momento que empezó a
hablar en el segundo piso del patio de derecho, los atacantes empezaron a
gritar: “¡Abajo los traidores! ¡Abajo los traidores!”. Entonces Hidalgo se
acercó a la baranda y respondió: “¡Efectivamente, abajo están los traidores!”.
En ese momento le tiraron huevos podridos y una yema salpicó la ropa del poeta.
“Desde
ahora eres el Hidalgo de la Mancha”, le proclamó Romualdo, que estaba junto a él”.
Otra de Romualdo, tal como lo
cuenta Corcuera en su libro póstumo, tiene como referente a Martha Hildebrandt,
la controvertida lingüista a quien Vargas Llosa etiquetó con saña, ironía e
insidia: “Esa lingüista conocida en el
Cercado de Lima”. Siendo doña Martha, Directora general del Instituto
Nacional de Cultura en la época de Velasco, eran comunes sus griterías
matutinas, no carentes algunas veces de un ajo o una cebolla, como pintando la
atmósfera que se vivía en esos años en el Instituto, dijo Romualdo: “Trabajar con Martha Hildebrandt es como
caminar con una culebra en el bolsillo”. Este comentario sardónico me lo
comentó Arturo en su oficina del Instituto Peruano Soviético de la avenida
Salaverry. Laureano Carnero Checa, a quien Arturo cita es más de una
oportunidad en su libro, era un aprista de viejo cuño a quien conocí en casa de
César Calvo (cuadra 4 del Jirón Callao). Ahí, charlando de amanecida con
Laureano, César y Martha Isarra, le escuché a César decir que Javier Heraud
decía que “Los libros de Corcuera son
buenos corcuera, pero no por dentro”. Cuando se lo conté a Arturo se cagó
de risa y me dijo: “Esa no es de Javier,
es una joda de César”, y como para darle un puntillazo al autor de “Pedestal para nadie”, dijo: “Con el tiempo cualquiera puede ser Calvo,
pero no Corcuera”. Como se ve, las jodas tienen su cuota de genialidad. Las
jodas iban y venían y, más aún, entre los poetas, quienes no solo sabían hacer
poemas sino Jodas. Hay una muy sacrílega
como divertida. Se la escuché a Juan Gonzalo Rose después de recibir la hostia
en las Nazarenas: “Y ahora, un pisquito
para asentar al Señor”.
En la casa de Calvo, Laureano
me dijo esa noche sobre Alan García (era la época del segundo gobierno del
destructor del Apra): “El problema de
Alan es el mismo que tenía Haya; que no se halla”. Esto de las Jodas siempre me resultaban
divertidísimas. Cuando Paco Bendezú publicó “Los años”, quisquilloso como era
con respecto al idioma, hizo una advertencia, indicando que todas las palabras
de su poemario habían sido cotejadas con el Diccionario de la Real Academia
(DRAE) y respetaban la sintaxis y la gramática de la lengua española. Juan
Gonzalo Rose, gran amigo de Paco, comentó: “Algún
día Paco Bendezú morirá de un accidente gramatical”. Paco fue una buena
persona, difícil de tratar, pero ¡que amigo
de sus amigos!, como diría Manrique. Conmigo tuvo un gesto que me conmovió
hasta las lágrimas: en su casa de Pueblo Libre, accedió a mi petición de que me
leyera en voz alta esa joya amorosa que llevaba clavada en el corazón, “Twilight”. Horas más tarde, mientras
cenábamos, me lanzó esta joda: “no es que Reynaldo Naranjo sea chato, lo
que pasa es que usa taco hondo”. El chato Naranjo, a quien conocíamos como
el cítrico, no se quedaba atrás cuando
“jodía” contra el autor de “Cantos”: “De lo bueno poco y de lo malo Paco”. Otra sobre Paco: “Paco por un verso bueno vende su alma”.
Cuando hizo una observación sobre la métrica en un poema de Romualdo, este
dijo: “Sastrecillo del idioma, eres…”.
Unas más ingeniosas y mordaces que otras, estas jodas las oí decir o me las
contaron quienes las crearon y en algunos casos quienes las recibieron. En un
ciclo de conferencias que dimos en Lambayeque, al referirnos a Pablo Guevara
decíamos el “Che peruano”; al
referirnos a Oswaldo Reynoso (haciendo alusión a su contextura (“El rey Oso”.
Sobre mi querido e inolvidable amigo Alberto Valcárcel, se decía: “Si Alberto sigue escribiendo así va a la
cárcel”. Sobre Antonio Cisneros, que siempre andaba quejándose de que no
tenía plata: “Antonio Cisneros”. A
Danilo Sánchez Lihon, “el felino
serrano”.
Otra de Calvo sobre Jorge Díaz Herrera: “Omar Shariff bajo el agua”. En política
se jodía a Luis Alberto Sánchez, “no es Sánchez, sino Chánchez”; a
Enrique Chirinos Soto le chantaron esa joda
que hacía alusión a su desgraciada cara: “Chirinos
poto”; de él también, por su afición descontrolada al pisco sour al que
solía agregarle otras descargas etílicas: “Enrique
ya va por el quinto tumbador Chirinos sour”. Una muy fina y muy ingeniosa
es la que hacía alusión al gran poeta arequipeño Jorge Bacacorzo: “La Vaca del Emperador” (alusión a que
Napoleón fue corso). Y así pongo punto final a estas jodas que yacen en mi
memoria, recordándome mis años de conferencista, de tertulias poéticas y
alcohólicas y mis años de contertulio en Rovegno, Carbone, Queirolo y Cordano.
MADRES, LAS DE ANTES
Bebo un café en la cafetería
del colegio. Una señora llega y paga un menú para su hijo: pollo frito, papas
fritas y arroz. La mujer se marcha presurosa. Después de clases, un niño de
ocho años aparece solicitando el almuerzo que su madre ha cancelado. Mientras
le preparan la merienda, el niño observa a otros comensales comiendo lentejas,
arroz y pescado frito.
- Señor yo
quiero eso, dice el niño
entusiasmado.
El dependiente mira lo
señalado por el niño.
- Lo siento,
esto es lo que tu madre ha dicho que te diera.
- Pero yo no
quiero eso, yo quiero lentejas con pescado, nunca como eso.
El dependiente no sabe cómo
salir del paso, entonces intervengo y le digo que le dé al niño lo que pide que
yo pagaré la diferencia. Mientras el niño come sus lentejas con fruición, el
dependiente me dice muy discretamente.
- No hay
diferencia de precio, profesor, sino que la madre, como dice el niño, es una
ociosa que detesta cocinar, por eso lo atiborra al niño de frituras.
Ya solo, recordé la novela Huasipungo, del ecuatoriano Icaza.
Transcribo un fragmento de uno de mis Resúmenes
de obras famosas (Volumen 1):
«El aluvión dejó como saldo una hambruna infernal
entre la indiada: Vanos fueron los requerimientos que se hicieran a don
Alfonso. [Pereira, déspota terrateniente], quien se negó rotundamente a darles
alimento. Cuando Policarpio [indio ayayero de Pereira], que hacía de
intermediario entre el patrón y los siervos se apersonó donde don Alfonso a
manifestarle que uno de sus bueyes llevaba muerto varios días y que los indios
solicitaban les regalara la carne podrida; este se negó, alegando que los
indios no deberían probar nunca una miga de carne, pues “son como las fieras, se acostumbran”. Ordenó que lo sepultasen en
el acto. Policarpio hubo de azotar a los indios e indias encargados de sepultar
al putrefacto animal ya que estaban disputándose la carne con los gallinazos. “Indios ladrones”, los llamó. Pero el hombre pudo más que el temor a
las órdenes del patrón y, protegidos por la oscuridad de la noche, varios
indios, entre ellos Andrés Chilinquinga, se deslizaron con sigilo de alimaña
nocturna hasta la fosa donde yacía sepultado el animal, y luego de
desenterrado, se disputaron el “preciado festín”».
EN
EL UMBRAL
A
Luz Valdivia Fernández Maldonado y Marta Cuello Vera.
In
memoriam.
Me inclino, Madre sobre tu recuerdo,
como un niño contrito ante la imagen
de
un santo,]
y al final de la tarde, un copo de tristeza
derrama en mi corazón una lágrima tuya.
Siento desfallecer entre tus brazos inertes,
siento tu voz como un leve tañido
que llega del cielo,
y todo mi cuerpo se estremece
buscando un leve fuego que arde en la memoria.
En un paisaje no muy lejano,
retozas entre pájaros y flores;
el viento, en un silbar profundo,
deja escapar un lamento fúnebre
bajo un cielo estrellado de ángeles sublimes.
¿Dónde descansas, mujer sacrificada
por la mano de Dios?
¿En qué parajes misteriosos germina
esa luz de tu mirada, donde el tiempo
transcurre, leve, apasionado,
como una enredadera de guirnaldas
que corona la frente del Supremo?
Apacigua, madre, este afán de saber no permitido
a
los que viven;]
a lo que todavía sufren la ausencia
de ese canto de la tarde que eres tú,
a los que todavía andamos en tinieblas
como ciegos que tropiezan, erráticos,
sin esperanza alguna en ver la
luz
no permitida.]
Espero, madre, espero.
Sé que no tardarás en venir a mí,
en venir a darme el sueño eterno,
a enseñarme el sendero que me lleve a ti
como otros días.
MENTIDERO
DE AZÁNGARO
Caminando por el jirón Azángaro no puedo evitar echar una
mirada a la que fuera durante tantos años la librería de don Juan Mejía Baca,
muy cerca de la panadería, pastelería, café y otras cosas más, los Huérfanos,
ese mentidero que al igual que la trastienda de la librería de don Juan, debe
guardar las voces de ilustres personajes que frecuentaron ese paraje de cultura
sin fin: Martín Adán, Luis Hernández, Alberto Hidalgo, Raúl Porras, López
Albújar, Ciro Alegría, Jorge Bacacorzo. Muchas veces, mientras hojeaba algunos
libros en las mesas o husmeaba en las vitrinas, dirigía una mirada indiscreta a
la trastienda para ver qué luminaria brillaba en ese momento, entre charlas,
café y bocadillos, al lado de la inconfundible voz de don Juan.
Hombre de diálogo intenso, profundo y florido, Juan Mejía
Baca estaba convencido de que solo se pule la condición humana a través de la
lectura y lo horrorizaba el solo hecho de que hubiera maestros que no
fomentaran entre sus alumnos el gusto por la lectura. Profesor que caía por sus
dominios recibía una breve cátedra de la importancia y el papel que el libro
cumplía en las sociedades cultivadas. Noble de corazón y de una calidad humana
pocas veces vista, don Juan, con una sonrisa amable, era dueño de un empeño a
favor de hacer del Perú un predio inmunizado a la intolerancia, a la indignidad,
a la ignorancia. Cierta mañana, allá por los comienzos de la década del
setenta, avisté la figura de Martin Adán, ese iceberg vestido de negro que, con
su andar cansino, se encaminaba por el jirón Azángaro rumbo, sin lugar a dudas,
a la librería de su dilecto amigo. Lo vi penetrar por esa entrada en diagonal
hacia esa librería de la que ahora solo quedan recuerdos en aquellos que
vivimos aquella época dorada en la que Lima cuadrada estaba invadida de
cuantiosas librerías. Pasar por el jirón Azángaro no solo es recordar a don
Juan Mejía Baca, sino también al autor de “La rosa de la espinela”, su
infaltable compañero que con voz atiplada y acecida debe haber dejado sus
versos adheridos a esas paredes desnudas y
solitarias, testigos mudos de otros tiempos gloriosos.
GUILLERMO
SIRLOPÚ: BANDERA A MEDIA ASTA EN LA GENERACIÓN DE ORO
Aún no me sobrepongo a la partida de Leonardo Cuba Reyes
y hoy, muy temprano, me avisan que Guillermo Sirlopú ha fallecido. Golpe duro
para mí, por cuanto con mi tocayo compartí momentos gratos charlando sobre Nietzsche,
Hesse, García Márquez y Scorza; escritor este último que Guillermo seguía con gran devoción.
Lector empedernido como yo, Guillermo Sirlopú, enterado de que yo tenía una línea
de crédito en la librería La Familia, me pidió que lo avalara para abrir una línea
de crédito él también. No lo dudé ni un instante y, una tarde, saliendo de La
Sorbona de la cuadra 13 de Wilson, nos encaminamos al local de La Familia que el
chato Barrios administraba en el local de la cuadra once de la misma avenida. Eran
comienzos de los ochenta, la tecnología no había traído los imbecilizantes
celulares y no éramos pocos los profesores de academia de ese entonces que nos quemábamos
las pestañas devorando libros. Ese día el gordo Sirlopú y yo salimos cargados
de libros, sobre todo de los del sello que Alianza Editorial ofrecía como un
apetitoso bocado difícil de esquivar. Ya de noche, nos fuimos a brindar en ese
mentidero de la calle Washington (a media cuadra de Uruguay) llamado las
Esteritas, no confundir con Las Pancitas de Fermín que vino después. ¿Quién en
la década del 70 y comienzos de los 80 no aterrizó por “Las Esteritas”, Mario
Rentería, Carlos Olivera, el bocón Román, Lolo Pesantes, Roberto Kong, Víctor Vásquez Quesnay, Alejandro Guerrero,
William Ames, Carlos Erazo, Toño Villalobos, Eduardo Botto, el negro Olivares,
Alfonso Alvarado, Willy Morales, Miguel Palomino, Carlos Carrascal, Julián Meza,
Lucho Arias, Chicote Sandoval, Díaz Marconi, Chu Manrique, Lucho Ramos, Víctor Custodio,
Pantera Sandoval y una larga lista que me ocuparía varias páginas mencionar. La
cosa es que esa tarde inolvidable de libros, con Guillermo Sirlopú secamos la
lengua hablando de historia, de religión (de la cual creíamos y descreíamos) y también
de política. Su hablar era como su andar, pausado y sereno: su frase típica era
“No más de 4 ni menos de tres, sino ya es borrachera y no podremos conversar”.
Ese era Guillermo Sirlopú, reflexivo, mesurado, crítico, analítico;
pero por sobre todo, un hombre que valoraba la amistad como pocos. Los quehaceres
académicos nos fueron llevando por caminos diversos y nos veíamos poco. Pero el
cariño y el respeto mutuo nunca se disiparon. Ambos dejamos huellas imborrables
en nuestras vidas porque la nuestra fue una amistad alturada, sincera, sin
tapujos. Decíamos lo que queríamos manifestar sin restricción alguna. Nunca hablamos
sobre la muerte, aún éramos jóvenes y esa era una reflexión para viejos. Ahora
que Guillermo ha traspasado los linderos donde el cuerpo se ha de quemar en la
hoguera de la eternidad, elevo mis brazos al cielo con la esperanza de
estrechar su abrazo último, como signo de respeto y cariño inmarcesible.
SOBRE
LA DELICADA SALUD DEL DOCTOR ANTONIO VILLALOBOS SEGURA
Querido Nicolás Ordoñez.
Enterado que Antonio Villalobos Segura se encuentra ya en
un estado crítico, irreversible como manifiesta el doctor Jaime Avendaño, te
hago llegar este testimonio que quizá, algún día no muy lejano, sirva para
engrosar las páginas de un voluminoso libro donde quede registrado la historia
de los hombres que hicieron posible el nacimiento de las Academias Pre-universitarias,
instituciones que han formado tantos jóvenes (ahora ya hombres, y muchos hasta
con nietos) y a las que tanto debe el Estado peruano en el sector educativo.
Antonio Villalobos, con quien nos conocimos en 1970 (creo que me llevaba un
año, yo tenía 16 en ese entonces) era un muchacho delgado, alegre y bromista
hasta más no poder (siempre conservó esa característica hasta en los momentos
más difíciles que le tocó enfrentar). Soñaba con ser médico y el primer paso lo
dio cuando ingresó a la Villarreal. La Universidad de La Colmena, bastión
aprista en esos años, no lo ganó para sus filas. Antonio era de izquierda y prueba
de ello es que, su admiración por José Carlos Mariátegui, lo llevó a fundar la
gloriosa academia Mariátegui, por donde pasaron profesores de renombre como
Lolo Pesantes, Ever Mitta Curay, Willy Morales Dávila, los hermanos Sandoval
Sánchez (el Ronco y Chicote), el Sapo Urquizo, Lucho Arias, Víctor Mere, Pepe Viera, los hermanos
Farfán, Piolín Sánchez, José Huisa,
Víctor Vásquez Quesnay, la Vaca
Fernández, Carlos Erazo, William Ames, Santos Canelo, el Tano Medina y tantos otros que quedan agazapados en la memoria.
Hasta donde yo sé, Antonio nunca dejó de cumplir con sus pagos, siempre cumplió
con el profesor, nunca faltó en su bolsillo un dinero para ayudar al amigo en
desgracia (como hacía Eduardo Botto en La Integral). Era de esos hombres que no
hacen del dinero la razón de su existencia; la amistad era para él la razón
para darse a los demás. Ese fue el doctor Antonio Villalobos Segura, Toño para sus amigos, con quien me une
una amistad de 48 años, que es como decir toda una vida. Hombre de defectos y
virtudes, nunca dejó que los primeros dañaran a nadie. Como no recordar en
estos ácidos momentos, a aquel jovencito que como yo, hacíamos fila en La
Sorbona en busca de horas, esperando que algún profesor faltara para
reemplazarlo y poder romperla en aulas con alumnos tan exigentes. Los jóvenes
profesores de esa época queríamos hacernos de un nombre y para eso teníamos que
competir de igual a igual con verdaderos monstruos de la tiza: Ismodes Cairo,
Florencio Rodríguez, Juan Chu Manrique, Roberto García Regal, Adela Cascón
Espada, Díaz Marconi, Benjamín Bocio, Alí Barreto, Federico Cairo, Joel Silva,
Edgard Patrón, Carlos Carrascal, Arturo Moscoso, Rafael Centurión, el Chino Cavada, Lucho Arias, Ignacio Cuya
Pirca, Rino Guzmán, Víctor Custodio, Lucho Ramos, César Rey de Castro, Orlando
Justo entre otros. Allí estábamos con nuestra mota y nuestra tiza en ristre
listos para la batalla: Antonio Villalobos, Alejandro Guerrero, Armando Tori
Loza, Henry Moya, el Gato Díaz,
Leonardo Cuba, Jorge Olivas, Iván Carrera, Alfonso Alvarado, Kiko Gómez, quien
escribe estas líneas y muchos más que el tiempo, por momentos, los esconde en
mi memoria. Antonio y La Mariátegui fueron dos trashumantes inseparables (como
Lennon y McCartney, ni un rayo de sol pasaba entre ellos). Nunca tuvo un local
fijo: hoy en el jirón Moquegua, mañana en el jirón Chancay; hoy en el jirón
Caylloma, mañana en el jirón Puno; hoy en La Colmena, mañana en Wilson; pasado
en no se sabe dónde. Pero Antonio y la Mariátegui siempre estaban ahí, como un
gato al acecho compitiendo con los más grandes felinos: La Sorbona, La Pascal, La
Raymondi, La Arguedas, La Habich, La Nobel, La Agronomía. Los veranos eran de
jornadas académicas agotadoras y noches berlinesas de abundante y espumosa
cerveza: Checho, Carmelo, Los Abuelos,
Las Esteritas, El Búho, El Palermo, El Versalles, El Galo, El rincón Toni,
Vitaminas, El Tívoli, Las Pancitas, El Mauricio, El Tauro; eran bares que
vieron pasar a los mariateguístas empinar el codo bajo la batuta del doctor
Antonio Villalobos Segura. Antonio fue tan temerario que no pocos olvidarán
cuando nos hizo vestir de vistosos ternos y nos llevó a dictar un ciclo de
verano en el auditorio del Hotel Riviera en el jirón Wilson. “Quiero expositores, no profesores”, nos
dijo.
Los alumnos se sentían en el Paraíso sentados en esas muelles
butacas de terciopelo rojo. ¡Qué hombre más intrépido este, a quien conocí
siendo un adolescente con la cabeza llena de proyectos! Mi querido Nicolás, he
preparado mi corazón para este golpe que se avecina, con la sapiencia de un
Napoleón esperando a la Muerte en Santa Elena. Antonio Villalobos Segura
partirá, pero muchos como yo recogeremos su legado: ese gran sentido de la
amistad y la ternura que brotaba de su mágica voz como el aroma añejo del gran
vino, ese sentido de compromiso por formar jóvenes para afrontar el futuro con
garra y honestidad, ese empeño por generar trabajo para los profesores
pre-universitarios que aprendieron de él, que la verdadera amistad nace del
diálogo y la tolerancia, de comprender al otro aunque tuviéramos que
desgarrarnos las vestiduras para llegar a un entendimiento. Antonio Villalobos
formó con sus profesores algo pocas veces visto: una familia. Te extrañaremos
Antonio, pero no te olvidaremos, pues tu partida, más que tuya es nuestra, pues
nosotros la sentimos en carne propia.
LAS
RIMAS DE BÉCQUER
Cada vez que llamo a Carlos Yanahida, mi loco oftalmólogo.
Comienza el japonés a recitarme “Volverán
las oscuras golondrinas/ en tu balcón sus nidos a colgar…”. Después de la
oftalmología, la otra pasión del doctor Yanahida es la poesía, sobre todo
Bécquer. No sé qué pasión escondida se remueve en el corazón del japonesito.
Como buen amante de la poesía (he escrito más de 15 poemarios), la poesía
romántica del poeta español caló muy hondo dentro de mí en mis primeros años de
la secundaria. Era el profesor Walter Contreras, un blancón de pelo lacio
engominado hacia atrás, quien nos leía durante horas bellos poemas de amor,
sobre todo de poetas españoles: Espronceda, Zorrilla, Bécquer, Núñez de Arce,
Machado, Lorca, Unamuno y el encantador Juan Ramón Jiménez. Contreras era
severo cuando se trataba de la poesía. Cuando él leía en voz alta los poemas, a
nadie le estaba permitido ni siquiera un movimiento. Su voz histriónica,
melodiosa, atinada, invadía el aula como una niebla densa. Durante el año, se
repetían algunos versos que eran mi deleite. Esa rima de Bécquer que dice “No
digas que, agotado su tesoro,…”, creo que me decidió, a los 12 años a iniciarme
en mis primeros escarceos poéticos:
No digáis que, agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
habrá poesía.
Mientras las ondas de la luz al beso,
palpiten encendidas;
mientras el sol las desgarradas nubes
de fuego y oro vista;
mientras el aire en su regazo lleve
perfumes y armonías;
mientras haya en el mundo primavera,
¡habrá poesía!
Mientras la ciencia a descubrir no alcance
las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo haya un abismo
que al cálculo resista;
mientras la Humanidad, siempre avanzando,
no sepa a dó camina;
mientras haya un misterio para el hombre,
¡habrá poesía!
Mientras sintamos que se alegra el alma
sin que los labios rían;
mientras se llore son que el llanto acuda
a nublar la pupila;
mientras el corazón y la cabeza
batallando prosigan;
mientras haya esperanzas y recuerdos,
¡habrá poesía!
Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran;
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira,
mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas;
mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía!
Nunca destaqué como deportista, los ejercicios físicos me
llegaban al huevo, así que la poesía encajó en mi carácter solitario y
silencioso. Entrando a la adolescencia, ya tenía en la cabeza un gran número de
poemas de corte amoroso. Patricia Zegarra, Jeanette Núñez, Silvana Meza, Charo
Murriel, Rosa María Benítez, Mariloli Navarro; fueron algunas de las musas que
escucharon los versos de Bécquer de mis labios y que me sirvieron de inspiración
para mis primeros poemas. De aquella juvenil producción poética creo que han
sobrevivido al rigor del tiempo dos o tres; el resto se quedaron por ahí. Aún ahora
regreso a la poesía del poeta sevillano; tomo al azar tres o cuatro rimas y las
leo cinco o seis veces cada una. En cada lectura aparece algo nuevo o algo que
me trae a la memoria viejos recuerdos, como aquel en que veo al profesor Contreras
leyendo empecinadamente, buscando en cada verso un relámpago de comprensión en
la mente de esos chicos que lo escuchan ensimismados.
DESCANSA
EN PAZ, CÉSAR LÉVANO
|
César Lévano y Guillermo Delgado Rímac - 2005 |
Tengo en mis manos “Rebelde
sin pausa”, ese maravilloso libro que Paco Moreno escribiera sobre la vida
y la obra de César Lévano. “Lévano es de
la vieja escuela – escribe Paco en su libro -, de los que practican el periodismo y aman la literatura”. Y es
cierto, César, en su casa de La Florida en el Rímac, vivía rodeado de libros
que cubrían las paredes como las mejores librerías de viejo.
Conocí a César Lévano en 1964, cuando fui a vivir al
Rímac (hasta ahora sigo ahí, a tres casas de donde él vivió hasta el último día de su vida). En los 50
años que han transcurrido desde nuestro primer encuentro, lo visité infinidad
de veces. Me apasionaba no solo escucharlo, sino estar al lado de esos miles de
libros que lo acompañaron siempre. Con él aprendí a conocer a Brecht, a
Quevedo, a Dostoievski, a Hesse y a tantos escritores que poblaron mis noches
de desvelo en la adolescencia. También conocí a Natalia, su amada esposa que lo
acompañó siempre, aun en los momentos más duros que César tuvo que sufrir por
sus convicciones políticas. Soy testigo de la devoción que Natalia tenía por
César; en su mirada hacia él había siempre un brillo celestial, como una luz
divina que se posaba en el rostro de aquel hombre que había sabido sobrellevar
los golpes de la vida con hombría, humildad y honradez.
Natalia fue la mujer que por amor a su compañero de
viaje, compartió con él los avatares de la existencia que, en la vida de César,
fueron muchos y trágicos. Una confesión íntima revela la magnitud de tal
entrega:
“Natalia fue una gran compañera. En los tiempos de la
dictadura de Francisco Morales Bermúdez, por ejemplo, yo no podía trabajar en ningún
periódico porque estaba en la lista negra. Nadie quería contratarme por temor a
meterse en problemas. En ese tiempo para guarecerme de la represión, escribía solo
algunas cosas, bajo seudónimo, en el suplemento de La Crónica. Estuve así dos o tres años. Teníamos
ya cuatro hijos y ella nunca me reprochó. Con todo derecho, pudo haberme reclamado
por dinero para la casa; pero nunca dijo nada. A veces, iba yo a vender mis
libros al parque Universitario, cerca de la quinta a la que vamos y, con el
poco dinero que me daban por los textos, desayunábamos, almorzábamos y cenábamos
ese día. Natalia fue una mujer noble y fina, el retrato vivo de la mujer fuerte
y dulce de nuestro pueblo. A veces pienso que, si Dios existe, él la hizo para
mí”.
Gracias a Natalia pude frecuentar a César, sobre todo los
fines de semana. Me la encontraba en los puestos de periódicos y ahí nos poníamos
a conversar. Yo preguntaba por César y ella me invitaba a un sobrio desayuno
donde departía como un hijo más de la familia Lévano. Así de grandes y magnificentes
fueron César y Natalia. “Sospecho que los
seres humanos, en sus últimos momentos de vida, tienen algunos poderes
especiales”, le confesó César a Paco Moreno. Sartre describe en “Las palabras” una aparición:
“Vi
la muerte. A los cinco años me acechaba; por la noche andaba por el balcón,
pegaba el hocico a los vidrios; yo la veía pero no me atrevía a decir nada. Nos
encontrábamos con ella en el Quai Voltaire: era una señora vieja, alta y loca,
vestida de negro, que, al pasar yo, murmuró: A ese niño lo meteré en mi
bolsillo”.
Lévano, el agnóstico, le confesó a Paco Moreno, que hacia
enero del 2013, unos días antes de que falleciera su amigo, el músico Víctor Merino,
se le apareció, al lado de su cama instalada en su biblioteca, un espectro con
apariencia de mujer, larguirucha y cadavérica, envuelta con gasas negras. Él sintió
que aquella “mujer” le tocó el hombro
como para despertarlo. Miró al espectro negro con los ojos abiertos como nunca
e intentó gritar como en un sueño; pero no pudo pronunciar una palabra porque
tenía casi quieto el corazón. Quiso alzar la voz, decirle: “¡Vete!”, quiso defenderse como podía de aquella mujer-muerte que parecía
mirarlo, quiso asustarla, exigirle con voz estentórea que lo dejara en paz:
pero estaba paralizado por el miedo. Intentó varias veces sin fortuna hasta que
le salió un “¡Vete!” muy fuerte, y,
de pronto, la mujer-muerte desapareció de la biblioteca y un aire de
tranquilidad llegó a su cama. César nunca pudo explicarse ese hecho. Esa experiencia
ocurrió un miércoles. Pasó los días intranquilo con un presentimiento extraño. El
domingo por la noche lo llamaron para decirle que Víctor Merino, el gran
pianista porteño, había fallecido en un hospital del Callao como consecuencia
de una aneurisma. “No sé si la muerte se equivocó. Tal vez quiso llevarme a mí”,
confeso Lévano. De él se podrían contar miles de anécdotas, vivencias,
tragedias, alegrías desbordantes, pero para eso están sus libros y lo que se ha
escrito sobre él. Un día por la mañana, Natalia, alegre y eufórica, fue a
buscarme a mi casa, para decirme que César Calvo le había dicho a César Lévano que
quería conocerme. El flaco Calvo era hincha del Alianza Lima y, más aún, de mi
padre, el back central del Club íntimo de la década del cincuenta. La alegría de
Calvo superó la mía al conocernos. Gracias a César conocí a poetas, músicos,
pintores y toda clase de artistas que acudían a su casa de La Florida el día de
su cumpleaños. Tengo en mi biblioteca todos sus libros, incluido el último, “Las
ocho horas”, con una dedicatoria que me conmueve hasta lo sublime: “Para Guillermo Delgado “Polaco”, paisano de
abajo el Puente, con antigua e inalterable amistad”. 16 de enero de 2019. “Polaco”,
solo así me han llamado desde niño quienes me han amado; “paisano”, palabra tierna y afectuosa; “antigua e inalterable amistad”, esa amistad y cariño reciproco que
no se vio deformada después de cincuenta años de encontrarnos en el camino de
la vida. En la tumba de César Lévano se podría colocar como epitafio, las
palabras que Luis Bedoya Reyes dijera en los funerales del Cahorro Seoane:
“Hombres
hay que nacen no para escribir la historia sino para hacer historia. Ellos no
transitan en la vida con la duración normal de los ciclos vitales. Siguen existiendo
más allá de su propia muerte, protagonistas con presencia permanente en la obra
que engendró su talento, su virtud o su esfuerzo”.
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César Lévano y Guillermo Delgado Rímac - 2019 |
Conocedor de cómo fue César Lévano, admirado y amado por
muchos; vilipendiado y calumniado por envidiosos y cobardes, yo escribiría unas
palabras menos altivas, pero más piadosas, llevado por este momento en que mi
alma se encuentra trémula y entristecida. Los versos finales de “La balada de la cárcel de Reading” de
Oscar Wilde:
“Y extrañas lagrimas
llenarán por él/
el jarro de la piedad
ya roto antaño,/
porque quienes lo lloren
serán los parias,/
y los parias eternamente lloran”.
Guillermo Delgado.
Wolfsschanze, 24 de marzo del 2019.
MI PADRE SE PASEA POR LA VIDA
Mi padre no es un
hombre amargado,
es un hombre sabio
que ha dejado
tras de sí, una
huella indeleble
de virtudes, de
doctos consejos
para aceptarse a
sí mismo,
dejando en
derrotero la falsa
vanidad que
alimenta a los tontos.
Mi padre es un
candil que guía,
un faro que en la
oscuridad de las noches
señala el sendero
correcto por el cual
sus hijos deben
navegar, dejando
de andar a
tientas, evitando los tropiezos,
las trampas que la
vida coloca
en el camino de
los desavisados.
Mi padre no
envejece. Su espíritu
tiene la energía
de un joven atleta
que va dejando en
el camino
las vallas
insalvables.
Él no grita cuando
corrige,
modula su voz como
un cantante
de ópera,
impartiendo las penitencias
como quien coloca
medallas en
el torso de los
vencedores.
Mi padre no es el
ogro de los cuentos de hadas,
es el príncipe
justiciero que libera
a la princesa de
las garras de una bruja.
Mi padre esboza
siempre una sonrisa
ante los problemas
que la vida
le pone en su
camino.
Prudente y
delicado, busca la forma
más segura de
salvar los escollos
que se le
enfrentan.
Sabe que sus hijos
lo observan
y que ven en él un
libro
de experiencias y
consejos,
un roble fuerte
y macizo
capaz de vencer al
más duro temporal.
Mi padre se pasea
por la vida
con el espíritu
lozano,
con el alma
sonriente
cuando trinan los
pájaros
en los árboles
verdosos,
cuando las flores
aroman los jardines
y las abejas
danzan sobre ellas
en busca del polen
apetecido.
Mi padre, a pesar
de su edad,
no guarda
amarguras en su rostro;
las marcas que el
tiempo
ha ido dejando en
su semblante
son los recuerdos
felices de haber
dado a mi madre un
amor inmarcesible
y a sus hijos el
don
de la verdad y la
justicia.
Ese es el hombre
que he amado
y amaré siempre,
aun cuando su
presencia
sea la de un ángel
desvelado
que guarda mi
sueño.
RECUERDO
DE UNA BELLA MUJER
Hoy mi madre hubiera cumplido 88 años; pero Dios, aquel
ser intransigente y extraño en el que ella creía, se la llevó consigo a no sé
qué parajes paradisiacos. A ella, a su memoria, escribo estas líneas como una
confesión necesaria, como un descargo por el tiempo en que vivimos juntos, como
una forma de expresar nuestros encuentros y desencuentros, algo tan inherente a
los seres humanos. La vida la puso desde joven en la encrucijada de tener que
subsistir a como diera lugar.
La vida le tenía reservada una gran batalla; inerme, y
tomada por sorpresa, la enfrentó sin reservas; tal vez con algo de temor, pero
decidida a no dejarse vencer.
La recuerdo siempre como una fiera leona en su batallar
diario con los escollos que el destino iba colocando en su camino, nunca
claudicó, aun cuando el desánimo o las enfermedades la acosaban. Así llegó a la
vejez, serena y socarrona, como burlándose del nefasto destino al que supo
vencer sin cortapisas. Aún conservo su voz, su rostro sereno y vencedor y, lo
más sagrado, sus enseñanzas que me fortalecen en esta batalla que es la mía.
MADRE
¿Qué
fui yo, madre,
la
espina de tu rosal?
Que
lo diga la vida
cuando
se abrace con la muerte
y
la llama se apague
silenciosa
y recogida.
¿Qué
fui yo, madre,
hueso
duro de roer?
Allá
quedan mis pasos
y
mis fugaces amores,
esos
que vienen como estaciones
y
se van entre fulgores.
¡Ya
no, madre, ya no!
El
tiempo todo ha borrado
de
la frágil memoria sus clavos,
sobre
la madera solo ha quedado
mis
pasos que el viento cubre
de
penas, de polvo, de olvido.
GABRIELITO AVILÉS
Querido amigo:
Aun cuando no te separaban de
mí muchos años, siempre me dirigí a ti en diminutivo; quizá en ese gesto quería
transmitirte mi afecto y mi respeto. Hace menos de un mes y medio, hablé
contigo por teléfono, siempre para consultarte algún punto de la Teoría de la
Relatividad de Einstein, la cual venía estudiando, aficionado a la Física,
desde hace más de cuarenta años. Tú, amable y generoso, siempre entendías mis
llamadas que a veces se prolongaban más de una hora.
¡Qué decir ante esta partida
tuya incomprensible que aflige mi alma y me hace renegar de esas fuerzas
ocultas que parecen castigarnos – a justos e injustos – desde un Cielo
indescifrable.
Tu generosidad y alegría por
la vida era difícil de igualar. Tu corazón, al ser demasiado grande para ti
solo, se volcaba en atenciones hacia tus alumnos y hacia los demás, cubiertas
de un velo de ternura paternal. Como Galaor, caballero medieval, tu vida estaba
destinada a agotarse en la amistad de quienes después de conocerte, caíamos en
la cuenta de que teníamos frente a nosotros a un ser pródigo en simpatía y
abrumado de atenciones.
Imploro a Dios para que en su
misericordia, ciña tu frente con una corona de laureles, impregnada de amor y
de tristeza para que enaltecida tu existencia, te presentes ante el Misterio de
la Vida con todos los pergaminos de gloria que supiste ganarte en vida.
Decirte a mi edad ¡Adiós!, resultaría
una ironía; creo que un ¡Hasta pronto!, querido amigo, se ajusta más a la situación;
ya que en cualquier momento nos encontraremos en algún lugar del Universo, ese
Universo que te maravilló y embrujó desde joven, con todos sus enigmas y
estratagemas.
Siempre en mi corazón.
Guillermo Delgado.
Nido del águila,
30 de mayo 2020.
|
Así te recordaremos Gabrielito. Carlitos Jara y yo. Unidos los tres por siempre. |
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Ninguna adversidad podrá quebrar este momento vivido en Villasol. De izquierda a derecha: Gabriel Avilés, José Valverde, Guillermo Delgado, Carlos Jara y Juan Carlos Chipana. |
Para Sergio Villanueva
A
Luz Valdivia Fernández Maldonado,
a
su memoria, aún en vivas llamas.
Sabes, Sergio,
también morían los jardines
con las hojas amarilladas
en su paso hacia la muerte;
y ya no hay mariposas ni
azucenas;
ya no los caracoles
ni los gusanos cuya seda
eran estatuas que dormían
en la memoria;
viejas imágenes que la
rutina
se negaba a entregarlas al
olvido.
¿Te acuerdas, Sergio, de las
calles
que solíamos andar
velando soledades y quemando
las angustias?
Ya no hay pájaros en ramas
ni rosas en jardines
ni estrellas en el cielo
de las esperanzas;
solo extrañas voces,
pisadas pasajeras
que se pierden en la niebla.
El coro de colores
entre las flores de la
primavera
yace ya sin voz
sobre una carroza mortuoria
que viene lentamente hacia
nosotros.
Qué estéril se fue haciendo
la vida
entre bronces herrumbrados
de una vieja mecedora
y el leño apolillado
de los muebles olvidados.
Han de abrirse los abismos
en la entraña de la tierra
de la cual salimos
y a la cual entramos;
y seremos olvidados
bajo la luz desnuda
de la nada.
Nada somos, ni seremos;
nada dejaremos en este andar
fugaz
de ríos y sin orillas,
de mar sin sal ni espuma.
Quizá queden nuestros hijos
bajo el cielo de nuestro
paso,
y seremos el polvo
de lo que una vez fue piedra
dura,
y seremos pensamiento
mientras seamos recordados
y compañeros de viaje
en un futuro no lejano.
Guillermo
Delgado.
Nido
del águila, 28 de julio del 2020.
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